Loreto entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Inmediatamente después de ello, pegó la oreja a la madera.
No tuvo que esperar demasiado.
No les oía hablar con claridad, aunque sí supo que lo estaban haciendo por el tono de sus voces, ahogadas por los cuchicheos y la distancia. También reconocía el tono de su previsible discusión. Ahora su madre solía entrar en el baño sin llamar a la puerta, para tratar de sorprenderla si vomitaba. Las últimas peleas, y las últimas lágrimas maternas, habían sido por esa causa. Al menos antes del ultimátum del psiquiatra.
Tanto tiempo vomitando, vomitando, vomitando...
El psiquiatra le dijo que todo dependía de sí misma. Si continuaba, muy pronto dejaría de vomitar. Ya no podría.
Estaría muerta.
No quería morir, pero su hambre incontrolada, el miedo a engordar, la sensación de impotencia y frustración, aún eran superiores a ella.
Nadie se acercó a la puerta. El cuchicheo subió de tono, alcanzó un clímax y después cesó. Creyó escuchar palabras como «confianza» y fragmentos de frases sueltas como «no presionarla» o «vamos a esperar, nos prometió...».
Promesas, promesas. Todas desaparecían al acabar de comer. Entonces quedaba ella, y sólo ella frente a sí misma.
Casi instintivamente, como el drogadicto que busca la aguja de forma inconsciente para hundírsela en la vena, se llevó los dedos a la boca.
Los introdujo hasta la garganta. Y sintió la primera arcada.
Había comido en exceso: sopa, carne, ensalada, pan, postre. Sería fácil devolverlo todo. Bastarían unos segundos. Como siempre.
Sin ruido.
La arcada aumentó.
Se acercó a la taza del inodoro. Se arrodilló delante de ella. Inclinó la cabeza.
Pero de pronto se vio a sí misma, reflejada en el pequeño lago quieto formado por el agua clara y transparente del fondo del WC, al otro lado de la cual desaparecía el conducto, rumbo a las cloacas.
Ella.
No... de pronto dejó de verse a sí misma. Se convirtió en Luciana.
Tuvo un espasmo, un estremecimiento, pero no debido a la presión de los dedos o a causa de otra nueva arcada. Fue como si un grito silencioso acabase de estallar en su interior.
Luciana.
Loreto nunca hubiese gritado; Luciana sí.
Cerró los ojos y volvió a abrirlos, un par de veces. Esperó, pero la imagen no desapareció, no volvió a ser la de sí misma.
Despacio, muy despacio, apartó los dedos del fondo de su boca, hasta acabar sacándoselos de ella.
Entonces, la imagen volvió a ser la suya.
Se dejó caer temblando hacia atrás, hasta acabar sentada en el suelo del cuarto de baño, aturdida. Luego se llevó las manos a la cabeza. No era una guerra, era algo mucho peor. Dos personas peleándose en su interior.
Corazón dividido, cerebro dividido, vida dividida.
—¡Vomita!
—¡No lo hagas! Ella... y Luciana.
De algún lugar sacó las fuerzas, no supo de dónde. Lo único que fue capaz de recordar en los dos o tres minutos siguientes fue que, tras permanecer en el suelo un tiempo indefinido, acabó levantándose para salir como un rayo del baño, alejándose del influjo hechizante de su reclamo.
Y lo había conseguido sola. Por primera vez.
Sola o con el espectro de Luciana reflejado allí abajo, aunque la decisión final seguía siendo suya, y eso era lo más importante.
Se encontró con sus padres, llenos de ansiedad, pero no hizo falta que les dijera nada. El ruido de la cisterna del inodoro no había sonado. Así que se metió en su habitación temblando, asustada por su éxito, más asustada de lo que nunca había estado en la vida.
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Campos de Fresas - Jordi Sierra i Fabra
Teen Fiction________ Luciana, 17 años, está en coma por haber ingerido una pastilla de éxtasis. Es «el día siguiente». Mientras sus amigos se preguntan qué ha pasado, Eloy, el chico que la ama, busca desesperado al camello que le vendió la pastilla para tratar...