59- Negras: f6

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Poli García entró en el bar, se detuvo en la misma puerta, y miró en dirección a la barra. El único camarero era Victorino, y no le hizo ningún gesto, así que acabó de traspasar el umbral y caminó unos pasos, no en dirección a la barra, sino hacia una de las mesas ubicadas en la parte posterior. Se sentó en una de las sillas de plástico, y se apoyó con cansancio sobre el mármol de la mesa, circular y castigado por miles de partidas de dominó. Tener mesas con la superficie de mármol y sillas de plástico era un antagonismo muy propio de Alejandro Castro. El muy...

Esperó casi cinco minutos. Se le hicieron eternos. Acabó llamando a Victorino para que le trajera una cerveza. El camarero no dijo nada, ni antes, ni durante ni después de servírsela. No hacía falta. Se la dejó sobre la mesa, con el pequeño ticket de la consumición al lado. Pero sí desapareció unos segundos por la puerta de atrás, para regresar al instante, tal cual, manteniendo su mutismo. Poli cogió el ticket maquinalmente. En la parte superior estaba escrito el nombre del local: Bar Restaurante La Perla. Muy adecuado, pensó.

Jugó con él, enrollándolo, matando el tiempo de espera.

Alejandro Castro acabó asomando la cabeza por la misma puerta, miró hacia él y le hizo un leve gesto. No tenía cara de buenos amigos, más bien de todo lo contrario. Poli se levantó con la intención de ir tras él. Le detuvo la voz de Victorino.

—¡Eh, tú, paga!

Poli le lanzó una mirada de ira. Era un desgraciado. No tenía agallas más que para ser camarero.

—¿Qué pasa? Tengo que volver a salir, ¿no?

—Mira, esto no es gratis, y tú eres capaz de irte por la puerta de atrás, así que... Todavía llevaba el ticket en la mano, pero no miró el importe. Sacó dos monedas

de cien pesetas y una de veinticinco y las dejó en el plato. El ticket se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Fue otro gesto maquinal. Lo único que quería era pasar de Victorino, hablar con Castro y largarse de allí cuanto antes.

Se metió por la puerta del fondo del local y fue tras los pasos del dueño del tinglado. Allí había un pasillo que daba al almacén, a la cocina, a los retretes y, finalmente, en la parte posterior, a un par de despachos. Uno tenía la puerta abierta. Entró. Alejandro Castro ya lo esperaba, sentado detrás de la mesa de su despacho. La cerró y cubrió la breve distancia que lo separaba de la única silla libre frente a la mesa.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le espetó sin contemplaciones el hombre. A Poli García no le gustó su tono.

—Esa cría está en coma —le dijo.

El otro valoró debidamente la información, pero sin pestañear.

—¿Y qué? —acabó diciendo.

—¿Sabes lo que eso significa? —se movió inquieto en la silla el camello—. ¡Van a remover cielo y tierra por su culpa!

—Oye, tú, tranquilo —Alejandro Castro le apuntó con un dedo—. Cada día mueren drogatas, y una docena de chicos y chicas sufren comas etílicos o golpes de calor o lo que sea. Y no pasa nada. Nunca pasa nada.

—¡Esto es diferente!

—No grites, Poli.

—Esto es diferente —repitió cambiando la voz aunque no el nerviosismo—. Sé de qué va. Era una cría, ya sabes, quince, dieciséis o diecisiete años. Los periódicos van a meter bulla, y la policía montará una de las suyas. ¡Ya me están buscando!

—¿Cómo que te están buscando?

—He ido a mi pensión y la dueña me ha dicho que uno que conozco, Vicente Espinós, andaba tras de mí.

—Será una casualidad.

—¡Y una leche, casualidad!

—Te han detenido otras veces por camello, así que...

—Mira, Castro, yo me abro. He venido a devolverte las pastillas y a liquidar.

Sacó un montón de billetes de mil, dos mil y cinco mil de un bolsillo, y un paquetito del otro. Lo puso todo sobre la mesa. Alejandro Castro cogió el dinero. No tocó el paquetito.

—Recógelo —ordenó.

—¿Qué?

—Recógelo y sal a vender. No me jodas, Poli.

—¡No puedo!

—Acaba eso —señaló el paquetito—, y luego, si quieres, desapareces unos días.

—Castro...

Al traficante se le acabaron de endurecer las facciones.

—Poli, me estoy hartando de ti. Anoche Pepe vendió el doble que tú. El doble, y sin chorradas. ¿Cuánto me debes? ¿Lo tienes? Yo también tengo mis problemas, y mis obligaciones. Y he de cumplir con otros, porque esto es una cadena, ¿te enteras? No puedo parar el negocio ni cerrar sólo porque una cría tenga un mal viaje.

Si tienes miedo, véndelo todo esta noche, que para eso es sábado, y mañana desapareces unos días. Pero precisamente porque es sábado, no vas a dejarlo hoy, ni a dejarme colgado a mí. ¿Lo has entendido?

Lo había entendido, pero seguía sin gustarle.

—Esto es un mal rollo —rezongó.

—Las dos piernas rotas o tu cadáver en una cuneta son un mal rollo —le aclaró

Alejandro Castro.

Poli recogió el paquete y se lo guardó de nuevo en bolsillo. Apretó las mandíbulas al hacerlo.

—Si me cogen... —suspiró.

—Si te cogen, sabes que te mandamos un abogado. Pero salvo que lo hagan con una pastilla igual a la que tomó esa cría encima, no van a poder tocarte un pelo. Por eso tienes que acabar hoy con lo que te queda y en paz. Yo tengo quince kilos aquí, cincuenta mil pastillas, ya te lo he dicho antes. Y no voy a tirarlas por el retrete. Así que tranquilo, ¿eh?

Poli se puso en pie.

Estaba de todo menos tranquilo.

Campos de Fresas - Jordi Sierra i FabraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora