17- Blancas: Reina x d3

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Loreto apareció en la puerta de la cocina con el sueño todavía pegado a sus párpados. Su madre la contempló buscando, como cada mañana en los últimos días, la naturalidad en sus gestos y la indiferencia en su mirada. Pero también como cada mañana, le fue difícil hacerlo. Pese al camisón, que le llegaba hasta un poco más arriba de las rodillas, la delgadez, de su hija era tan manifiesta que seguía horrorizándola. Los brazos y las piernas eran simples huesos con apenas unos gramos de carne todavía luchando con firmeza por la supervivencia. El pecho no existía. Pero lo peor seguía siendo el rostro, enteco, lleno de ángulos debido a que en él no había ya más que piel.

A veces le costaba reconocerla. Había sido tan bonita.

Tan...

—Hola, mamá. Buenos días.

—Buenos días, cielo.

—He dormido doce horas, ¿no?

—Sí, está bien. ¿Cómo te encuentras?

—¡Oh!, estupendamente.

Le hizo la pregunta que tanto temía, pero que debía formular para dar visos de normalidad cotidiana. La pregunta que tres veces al día la llenaba de zozobra. Y no porque ella fuese a rechazarla.

—¿Quieres desayunar?

Se encontró con la mirada de su hija.

—Unos cereales, con leche.

—¿Te los pongo yo?

—No, ya lo haré yo misma, gracias. Voy a lavarme.

La vio salir y se apoyó en la mesa. A fin de cuentas lo importante ya no era sólo que comiera algo sin muestras de gula o ansiedad, sino que no lo vomitara después.

Ésa era la clave.

De algún lugar de sí misma buscó las fuerzas que le permitieran seguir. Ella también estaba como su hija: en los huesos de su resistencia. Pero los médicos, los psiquiatras sobre todo, no dejaban de repetirle y recordarle que tenía que ser fuerte, muy fuerte.

Si ella flaqueaba, Loreto estaría perdida. De pronto recordó la llamada telefónica.

Pensó en no decirle nada, pero de cualquier forma ella llamaría antes o después a sus amigos, así que...

—¡Loreto!

Fue tras ella. Ya estaba en el baño. Llamó a la puerta y entró casi a continuación. Su hija se cubrió el cuerpo rápidamente con la toalla. Pero bastó una fracción de segundo para que ella pudiese verla desnuda. Casi tuvo que abortar un grito de pánico y dolor.

Los prisioneros de los campos de exterminio nazis no tenían peor aspecto.

—¡Mamá! —gritó Loreto.

—Lo... siento, hija —trató de dominarse a duras penas—. Es que algo le ha pasado a Luciana y...

Loreto se olvidó de la interrupción.

—¿Qué pasa? —se alarmó.

—La han llevado al Clínico. Por lo visto se ha tomado algo esta noche, alguna clase de droga.

—¡Oh, no! —el rostro de la muchacha se transmutó—. ¿Está bien?

—No lo sé. Han llamado muy de mañana, apenas había amanecido.

—¿Por qué no me despertaste?

—Vamos, hija, ¿qué querías que hiciese?

—He de ir allí —dijo Loreto.

—¿En tu estado? —Mamá...

Salió del baño, envuelta en la toalla, y caminó en dirección al teléfono. Marcó el número de la casa de Luciana y esperó unos segundos.

—No hay nadie —dijo finalmente. Colgó.

Y en ese instante el timbre del aparato las sacó a las dos de su silencio.

Campos de Fresas - Jordi Sierra i FabraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora