CAPÍTULO 02

24 4 1
                                    

02

Ariana Grant


Bajo las escaleras de la casa, mi madre y mi abuela en la cocina; como de costumbre.

―Buenos días ―dije mirando a ambas mujeres. Les di un beso en la mejilla a cada una de ellas.

―¡Ay, Dios! ―la chef se queja―.Hoy será un día más que pesado.

No pude evitar voltear a verla de forma confusa y con una sonrisa a medias en mi rostro.

―Ma ―solté, la mujer pone su atención hacia mí―, no hay día que no sea más que pesado para ti.

―¿Cómo no? Si uno de mis ayudantes no llegará —dice indignada.

―¿Y por qué no contratas a otro? ―inquirí.

La mujer me quedó mirando fijamente, entrecerrando los ojos.

¡Ay no! Esa mirada, esa mirada no. Esa mirada significa llevarme a su trabajo y sufrir un día completamente frente al fuego que significa quemaduras de primer grado, si es que tengo suerte, y a posibles cortaduras grabes donde claramente me desangre y tener que seguir trabajando, porque ahí no hay tiempo para sentir el dolor. Gritos constantes que yo no soporto. Así es la cocina de un restaurante. La maravillosa cocina de un restaurante.

―¡Corre, perra! ¡Corre, perra! ―mi subconsciente me grita, intentando ayudarme en la grandiosa idea que le he dado a mi madre.

Joder. Mi madre, en la cocina de su trabajo, no es mi madre. Se convierte en una señora loca que te grita si tus platos no han salido a tiempo.

Dios, ilumíname o elimíname.

―¿Tú crees? ―dice pensativa―. ¿Pero ya es muy apresurado? ¿No lo crees? ―voltea a ver a mi abuela y regresa su mira hacia mí.

Mientras yo le doy un bocado al cereal con leche que me he preparado. Mi mamá no dijo nada. De seguro está meditando a la grandiosa idea que le di, prefiero quedarme en silencio y no pronunciar nada, hasta terminar mi cereal con leche.

Mi abuela me sirve en un plato unos huevos revueltos y unas tortillas; ya extrañaba este desayuno, hace tiempo que no comía unos huevos revueltos con tomate y tortillas. Es que en México mi abuela Lulú, o como siempre le digo, mamá Lulú, me preparaba este tipo de desayunos para ir a la escuela, como la extraño. Le hablo cada vez que puedo, para decirle que estoy bien. No podría no hacer una videollamada y platicarle cómo van las cosas; dice que ya estoy muy grande, que solo era una niña cuando me vine con mi madre. Y no lo discuto, ya han pasado siete años.

Mi madre voltea de la nada, dirigiendo toda su atención hacia mí, con una sonrisa en su rostro. Joder, eso para nada es bueno. Puedo ver en sus ojos mi tumba cavarse sola. Siento como la tortilla baja raspando mi garganta. Mis ojos se abren sorprendidos y empiezo a negar con la cabeza.

―No, no, no ―soltó un par de veces―. No acepto —agregué.

―Claro que sí quieres ―dice, señalándome con su dedo índice.

―No puedo, tengo tarea ― Obviamente no tengo tarea, mientras me comía mis huevos revueltos.

―Ándale, no harás mucho ―la mujer inclina un poco la cabeza de lado.

Quedé mirando a ambas mujeres, entrecerrando la mirada, soltando una sonrisa. Mordí el interior de mi mejilla, dudosa de si aceptar la oferta, pero creo que le voltearé el asunto.

—Acepto —dije por fin—, pero... con una condición —dirigí la mirada a mi madre. Ella prestó toda su atención a lo que estaría por decir: —Me quitas el castigo de la otra noche, por arruinar la cena con el chico castaño.

GOLPES DE LA VIDA ✓ [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora