Will tiene una afición muy extraña para un chico de catorce años: pasa su
tiempo excavando, buscando tesoros perdidos en las entrañas de la tierra. Así
descubre que, bajo el mismo Londres, existen lugares desconocidos, túneles
que no constan en ning...
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En la otra punta de Highfield, Terry Watkins (o «Tel Escombros», como lo llamabansus compañeros de trabajo) se había puesto ya el pantalón del pijama y se lavaba losdientes ante el espejo del cuarto de baño. Se encontraba agotado. Quería acostarse ydormir de un tirón toda la noche, pero su mente seguía dándole vueltas a lo que habíavisto aquella tarde.Había sido un día espantosamente duro y largo. El y su equipo de demolicionesestaban derribando la antigua fábrica de albayalde para dejar sitio a un nuevo bloquede oficinas para no se sabía qué ministerio. Se moría por volver a casa, pero habíaprometido a su jefe que sacaría unas hileras de ladrillos del sótano para hacerse unaidea sobre la extensión de los cimientos. Lo que menos se podía permitir la compañíaera pasarse del plazo previsto, que era siempre el riesgo con aquellos edificiosantiguos.
Alumbrado por el foco portátil, había golpeado con la maza para deshacer losladrillos hechos a mano, que iban revelando su interior encarnado como animalesdescuartizados. Volvió a golpear, y los fragmentos saltaron al suelo del sótano cubiertode hollín. Lanzó una maldición por lo bien construido que estaba todo el malditoedificio.Después de varios golpes más, esperó a que se asentara la nube de polvo deladrillo que había levantado. Se sorprendió al ver que la zona de muro que le teníaocupado sólo tenía el grosor de un ladrillo, y que donde deberían haber estado lasegunda y la tercera capa, había una plancha de hierro colado. La golpeó un par deveces, y a cada golpe resonó con un rotundo sonido metálico. No cedería confacilidad. Respiró con esfuerzo mientras pulverizaba los ladrillos adheridos a lasuperficie metálica, para descubrir, con enorme sorpresa, que tenía bisagras, e inclusouna especie de manilla.
Era una puerta.
Se detuvo jadeando por un momento, tratando de entender qué sentido teníaacceder a lo que debía ser una parte de los cimientos.Y a continuación cometió el mayor error de su vida. Utilizó el destornillador paralevantar la manilla, una argolla de hierro forjado que giró con un esfuerzosorprendentemente leve. La puerta se abrió hacia dentro sólo con la ayuda de una desus botas de trabajo, y golpeó contra la pared, al otro lado, haciendo un ruido queresonó durante una eternidad. Sacó la linterna y alumbró la impenetrable oscuridad dela estancia que había abierto. Comprobó que tenía al menos seis metros de largo, yque era de forma circular. Atravesó la puerta, dando un paso para pisar la superficiede piedra de la sala. Pero al segundo paso el suelo desapareció y su pie sólo encontróel vacío. ¡Iba a caerse! Se tambaleó en el mismo borde, agitando los brazos comoaspas de un molino hasta que logró recuperar el equilibrio y apartarse. Cayó contra elmarco de la puerta y se agarró a él, respirando hondo para calmar los nervios ymaldiciéndose por su precipitación.—Vamos, no pasa nada —se dijo en voz alta, dándose ánimos para obligarse acontinuar.
Avanzó despacio y con prudencia, iluminando con la linterna, y comprobó que sehallaba ante un precipicio y que a sus pies había una impenetrable oscuridad. Seasomó para intentar ver el fondo, pero parecía que aquel agujero no tuviera final.Tenía ante él un enorme pozo de ladrillo. Y, al mirar hacia arriba, tampoco llegaba aver el techo: los muros de ladrillo ascendían de manera sobrecogedora hasta perderseen la oscuridad, más allá del alcance de su pequeña linterna de bolsillo. De lo altoparecía venir una fuerte corriente de aire que le helaba el sudor de la nuca.Dirigiendo el rayo de luz en todas direcciones, descubrió que había una escalerade más o menos medio metro de ancho, que nacía del borde de piedra y descendíaadosada al canto del muro. Tanteó el primer peldaño para comprobar su solidez, ycomo vio que era firme, empezó a descender la escalera despacio y con prudencia,para no resbalar a causa de la fina capa de polvo, la paja y las ramitas que cubrían losescalones. Fue descendiendo más y más, circundando el perímetro del pozo, hasta quela luz que entraba por la puerta no fue más que un distante puntito en lo alto.
Por fin acabaron los peldaños de la escalera, y se encontró pisando un suelo debaldosas. Utilizando la linterna para mirar a su alrededor, vio muchas tuberías de colorplomizo que subían serpenteando por los muros, como tubos de un órgano borracho.Siguió con la vista el recorrido de una de ellas y vio que al final se abría en forma deembudo, como si fuera un respiradero.Pero lo que más le llamó la atención fue una puerta con una pequeña ventanilla decristal. No cabía duda de que al otro lado había luz, y sólo encontró una explicación:que había ido a dar con el metro. No había otra posibilidad, sobre todo teniendo encuenta el zumbido bajo y sordo que se oía, un zumbido producido indudablementepor máquinas, y la constante corriente de aire.
Se acercó muy despacio a la ventanilla, que era un redondel de grueso cristalmanchado y con surcos hechos por el tiempo, y miró a través de ella. No podía creerlo que veían sus ojos.A través de la ondulante superficie del cristal, pudo ver una escena que parecíasacada de una vieja y rayada película en blanco y negro: había una calle y una fila deedificios, y la gente pululaba a la luz de unas brillantes esferas de fuego que se movíanlentamente. Eran seres de aspecto aterrador: fantasmas anémicos vestidos conatuendos antiguos.
No era un hombre especialmente religioso, pisaba la iglesia sólo en las bodas y enalgún que otro funeral. Pero por un instante se preguntó si no habría llegado a algúnanexo del infierno o a algún tipo de parque temático del purgatorio. Se apartó de laventanilla para santiguarse al tiempo que murmuraba avemarías llenos deequivocaciones. Preso del pánico, retrocedió y subió la escalera corriendo. Ya arriba,cerró bien la puerta para evitar que saliera por allí ninguno de aquellos demonios.Atravesó corriendo el desierto edificio, y después de salir por la puerta principal, echóel candado. Mientras volvía a casa en el coche, anonadado, se preguntaba qué le diríapor la mañana al jefe. Aunque lo había visto con sus propios ojos, no sabía quepensar y era incapaz de evitar repetir la escena en su mente una y otra vez.
Al llegar a casa no pudo evitar contárselo a su familia, porque tenía que hablar conalguien de lo que había visto. Su mujer, Aggy, y sus dos hijos adolescentes dieron porsupuesto que había estado bebiendo y después de cenar se burlaron de él. Entrecrueles carcajadas, hacían el gesto de empinar el codo para hacerlo callar. Pero él nopodía dejar de hablar del tema, y Aggy terminó pidiéndole que se callara y dejara decontar tonterías sobre monstruos infernales de pelo blanco y bolas de fuego, y ladejara ver Los Soprano.Así que estaba en el cuarto de baño, cepillándose los dientes y preguntándose siexistiría el infierno, cuando oyó un grito. Era el chillido de su mujer, el que reservabapara cuando veía un ratón o una araña en el baño. Pero en vez de oír los dramáticoslamentos que habitualmente seguían a ese tipo de gritos, su mujer se calló en seco.
Instintivamente se dispararon todas sus alarmas, y se volvió temblando de miedo.Vio que las luces se apagaban y el mundo se ponía patas arriba, mientras él quedabasuspendido por los tobillos, boca abajo. Algo que era mucho más fuerte que él, algo alo que resultaba completamente imposible resistirse, le sujetó los brazos y las piernas.Después envolvieron todo su cuerpo con un tejido grueso y lo colocaron en posiciónhorizontal para sacarlo rodando, exactamente igual que hubieran hecho con unaalfombra.Gritar le resultó imposible, pues le habían tapado la boca y sólo a duras penasconseguía respirar. En cierto momento creyó oír la voz de uno de sus hijos, pero fuealgo tan breve y apagado que no estaba seguro. Nunca, en toda su vida, se habíasentido tan aterrorizado por su familia y por él mismo. Ni tan indefenso.