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Will descansaba sobre el manillar de su bicicleta a la entrada de un solar cercado porárboles y matorrales

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Will descansaba sobre el manillar de su bicicleta a la entrada de un solar cercado porárboles y matorrales. Volvió a mirar el reloj y decidió que le concedería a Chesterotros cinco minutos, pero no más. Estaba perdiendo un tiempo precioso.El lugar era uno de esos terrenos olvidados que hay a las afueras de cualquierciudad. En éste todavía no habían edificado, probablemente debido a la proximidad alvertedero municipal y a las montañas de basura que crecían y decrecían condeprimente regularidad. Conocido por el vecindario como «los Cuarenta Hoyos»debido a los numerosos agujeros que horadaban su superficie, algunos de hasta tresmetros de profundidad, era el campo de batalla de las frecuentes peleas entre dosbandas adolescentes rivales, los Clan y los Click, cuyos miembros provenían de losbarrios más desfavorecidos de Highfield.


Era también el lugar predilecto de algunos chicos que se reunían allí con sus bicisde pista y, cada vez más, con motos robadas. Estas últimas las llevaban allí y luego lasquemaban, y sus restos carbonizados ensuciaban los bordes del solar. Los hierbajos seenredaban por entre las ruedas y cubrían el oxidado bloque de cilindros. Con menorfrecuencia, los Cuarenta Hoyos era también el escenario de siniestras diversionesadolescentes como la caza de pájaros o de ranas; muy a menudo, estas criaturas eranlentamente torturadas hasta que morían y sus cuerpos eran luego empalados en mediode alegres ceremonias juveniles.Al doblar la curva en dirección a los Cuarenta Hoyos, Chester distinguió undestello metálico. Era la brillante superficie de la pala que Will llevaba a la espalda,como un peón caminero samurai.


Sonrió y aceleró el paso, apretando contra el pecho su pala ordinaria de jardín,nada brillante. Lleno de entusiasmo, saludó con la mano a la solitaria y distante figura,que resultaba inconfundible con su piel sorprendentemente blanca, su gorra debéisbol y sus gafas de sol. Desde luego, el aspecto de Will era bastante raro. Llevabasu «uniforme de cavar», que consistía en una chaqueta de punto que le venía grande,con coderas de cuero, y unos viejos pantalones de pana a los que la fina pátina debarro seco incrustado había terminado proporcionando un color indefinido. Lo únicoque Will mantenía realmente limpio era su querida pala y la puntera de metal de susbotas de trabajo.—¿Qué te ha pasado? —preguntó cuando Chester llegó junto a él. No le entrabaen la cabeza que algo pudiera haberlo retrasado, porque no podía haber nada tanimportante como lo que iban a hacer.


Era un acontecimiento importante en la vida de Will, ya que nunca había permitidoque ningún chico de su clase (ni de ningún otro sitio, en realidad) viera uno de sustrabajos. Todavía no estaba seguro de que hubiera hecho bien, porque aún no conocíaa Chester lo suficiente.—Lo siento, tuve un pinchazo —se disculpó el muchacho, resoplando—. Tuveque llevar la bici a casa y venir corriendo... Un poco duro con este calor.Will levantó la vista al sol y frunció el ceño. No le hacía ninguna gracia: a causa dela falta de pigmentación de su piel, incluso la escasa fuerza del sol en un día nubladopodía producirle quemaduras. Debido a su albinismo, su pelo, que le salía por debajode la gorra, era prácticamente blanco. Los ojos de color azul claro se le ibanimpacientes hacia el interior de los pozos.—Vale, manos a la obra. Ya hemos perdido demasiado tiempo —dijo Will,cortante.Se subió a la bicicleta sin dirigir apenas una mirada a Chester, que empezó a corrertras él.—Vamos, por aquí, —le urgió, porque se quedaba retrasado.—¡Eh, yo creía que ya habíamos llegado! —le gritó Chester, intentando recuperarel aliento.

Túneles - roderick gordonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora