Will tiene una afición muy extraña para un chico de catorce años: pasa su
tiempo excavando, buscando tesoros perdidos en las entrañas de la tierra. Así
descubre que, bajo el mismo Londres, existen lugares desconocidos, túneles
que no constan en ning...
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El Museo de Highfield era un trastero, un almacén para cosas que ya no servían y quese habían salvado de ir a parar al vertedero municipal. El edificio mismo era el delantiguo Ayuntamiento, que se había convertido en museo mediante la azarosaacumulación de vitrinas tan viejas como los artículos que albergaban.El doctor Burrows depositó los sándwiches sobre una triste silla de dentista de unsiglo atrás y, como solía hacer, utilizó de mesa una vitrina en la que se exponíancepillos de dientes de comienzos del siglo veinte. Desplegó sobre ella un ejemplar delperiódico The Times y se puso a mordisquear un sándwich de salami con mayonesa,olvidándose aparentemente de los sucios instrumentos odontológicos que tenía debajoy que la gente del municipio había legado al museo en vez de tirarlos a la basura.
Las salas pequeñas que había en torno a la principal, en la que se hallaba sentadoen aquel momento el doctor Burrows, estaban llenas de artículos similares destinadosal basurero. El rincón llamado «La cocina de la abuela» mostraba una ampliacolección de batidoras, deshuesadores de manzanas y coladores de té, todo bastantehorrible. Un par de herrumbrosos rodillos Victorianos eran los orgullosos vecinos deuna lavadora eléctrica Fiel Doncella de la década de 1950, que llevaba mucho tiempojubilada y que ahora repartía esquirlas de óxido con una generosidad equivalente a lavoracidad con que en su tiempo había tragado detergente en polvo.El reloj de pared era igual de fascinante por su mediocridad. Reconozcamos, sinembargo, que había un objeto que llamaba la atención: era un reloj Victoriano con unaescena pintada sobre cristal, que representaba un granjero y un caballo tirando delarado; pero desgraciadamente el cristal estaba roto, y el caballo había sufrido laimportante pérdida de su cabeza.
A su alrededor había una colección cuidadosamente colocada de relojes de paredeléctricos y de cuerda de las décadas de 1940 y 1950, en descoloridos tonos pastel. Nofuncionaba ninguno de ellos porque el doctor Burrows aún no los había arreglado.Highfield, uno de los más pequeños barrios de Londres, tenía un rico pasado:había empezado siendo un pequeño asentamiento romano y, en la historia másreciente, había vivido el esplendor de la Revolución Industrial. Sin embargo, muypoco de aquel importante pasado se había abierto un hueco en el pequeño museo;mientras que el barrio se había transformado en un desierto de habitaciones enalquiler, pequeños adosados y tiendas nada llamativas que no podían permitirse pagarla renta que costaba situarse más cerca del centro de Londres.
El doctor Burrows, que era el conservador del museo, era también su únicoempleado. Salvo los sábados, en los que se turnaba para gobernar el barco un grupode jubilados. Y siempre tenía a su lado su maletín de cuero marrón que contenía unoscuantos periódicos, manuales a medio leer y novelas históricas. Porque era leyendocomo pasaba los días, una actividad interrumpida por algún que otro sueñecito yalguna pipa ocasionalmente fumada en la clandestinidad del «cuarto de atrás», unalmacén grande lleno hasta los topes de cajas de postales y retratos de familiaolvidados que no se exhibirían nunca por falta de espacio.Sentado entre los polvorientos artículos y las viejas vitrinas de caoba, con los piesen alto, el doctor Burrows se pasaba el día entero leyendo vorazmente, con el sonidode fondo de una emisora de radio que transmitía música clásica reproducida por eltransistor que había donado al museo un benefactor.