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El doctor Burrows iba silbando, balanceando el maletín al compás de sus pasos

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El doctor Burrows iba silbando, balanceando el maletín al compás de sus pasos.Dobló la esquina exactamente a las seis y media de la tarde, en el instante preciso enque lo hacía cada día, y su casa apareció ante sus ojos. Era una de las muchasviviendas embutidas en Broadlands Avenue: cajas de ladrillo iguales, con espaciojusto para una familia de cuatro personas. Lo único que la salvaba era que las casas desu lado de la avenida daban por detrás a los terrenos comunales, así que al menostenían vistas a un gran espacio abierto, aunque sólo podían contemplarlas desdehabitaciones en las que apenas se podía mover a sus anchas un ratón, no digamos ungato.


Mientras estaba en el recibidor ordenando los libros viejos y las revistas quellevaba en el maletín, su hijo no se encontraba a mucha distancia de allí. Corriendo ensu bici como alma que lleva el diablo, Will entró en Broadlands Avenue. Su palareflejaba el primer brillo rojizo de las farolas que acababan de encenderse. Zigzagueócon habilidad entre las líneas blancas del medio de la calzada y se ladeópeligrosamente para cruzar la verja abierta de su casa. El chirrido de los frenosaumentó antes de que la bicicleta se detuviera completamente en la cochera.Desmontó, le puso el candado a la bici, y entró en la casa.Will era el tipo de chico que necesita espacio. En consecuencia, era difícilencontrarlo en casa, salvo a las horas de comer y de dormir, y trataba su hogar, igualque hacen muchos chavales de su edad, como si fuera más bien un hotel. El únicoproblema que le daba su ansia de salir de casa era que, como no podía exponerse alsol, se veía obligado a meterse bajo tierra a la menor oportunidad. Y, desde luego, noes que eso le molestara.


—Hola, papá —saludó a su padre, que ya estaba instalado en la sala de estar enposición no muy elegante, sujetando todavía su maletín abierto mientras veía algo enla televisión. Sin la menor duda, su padre era la persona que ejercía mayor influenciaen Will. Un simple comentario casual o una información proveniente de su padrepodían hacer que el chico se embarcara en las más intensas y extremas«investigaciones», que a menudo implicaban cavar mucho y de manera absurda. Eldoctor Burrows siempre lograba estar presente en el momento culminante decualquiera de las excavaciones de su hijo si sospechaba que se iba a encontrar algo deverdadero valor arqueológico, pero la mayor parte del tiempo prefería enterrar la narizen los libros que guardaba en el sótano, que era su refugio. En él podía escapar de lavida familiar perdiéndose en la añoranza de los templos griegos y de los magníficoscoliseos romanos.


—Ah, hola, Will —terminó respondiendo después de un rato, absorto comoestaba en la televisión. El muchacho dirigió entonces la mirada hacia donde estabasentada su madre, también hipnotizada por el programa.—Hola, mamá —saludó, y se fue sin esperar respuesta.La señora Burrows tenía los ojos pegados a un inesperado y peligroso giro queacababan de tomar los acontecimientos en la sala de Urgencias.—Hola —respondió por fin, aunque su hijo ya se había ido de la sala.

Túneles - roderick gordonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora