9. ¿Por qué sigo recordando el sabor de tus labios?

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Tras pasar la peor noche de su vida después de que le separaran de su hermano, Tom consiguió esbozar una débil sonrisa mientras se vestía con rapidez.

Tras cuatro días sin verse, por fin su madre había cedido y le permitía ir a ver a su hermano. No sabía a qué se había debido el cambio, y por más que se lo preguntaba a su padre, éste solo se encogía de hombros como única respuesta.

Pero el motivo ya le daba igual. Solo quería  volver a ver a su hermano y comprobar si seguía sintiendo lo mismo que él, porque desde que les obligaron a separase no había dejado de pensar en él en ningún momento, en soñar todas las noche con ese tímido beso que se dieron en la cocina antes de que la luz estallara y su madre les separara.

— ¿Tom? ¿Terminas?—llamó su padre desde el recibidor.

Se dio prisa en recogerse el pelo mientras sonría al espejo. Siempre era su hermano quien más tardaba en arreglarse, pero ese día se había propuesto en superarle. Se esmeró en escoger la ropa apropiada y en recoger su cabello en una coleta bien hecha.

Tras calarse la gorra con cuidado de no despeinarse, sale de su habitación y echó a correr escaleras abajo a reunirse con su padre.

Jörg suspiró aliviado cuando le vio bajar. Sabía que su ex mujer les esperaba a la 1 para comer, pero antes quería hablar con ella de la encerrona que le estaba esperando a su hijo mayor. Solo aceptó porque de esa manera sus dos hijos se verían de nuevo y tal vez solucionaran su problema, si es que lo había, sin la presencia de una extraña por muy buena que fuera en su trabajo.

Subieron al coche y arrancaron poniéndose en camino. Mientras conducía Jörg no dejaba de mirra de reojo a su hijo, que no paraba quieto en su asiento. Tan pronto bajaba la ventanilla como que la volvía a subir, sin dejar de tamborilear los dedos sobre el salpicadero.

— ¿Estás bien?—preguntó tras varios minutos en silencio.

—Si, solo un poco nervioso—contestó Tom bajando la ventanilla de nuevo.

Los nervios le estaban matando y sentía que se mareaba. ¿Y si su hermano le decía que todo había terminado? ¿Y por qué debería terminar algo que nunca les dejaron empezar?





Tras darse una buena ducha, dejando que el agua despejara su pesada cabeza, Bill se vistió con la ropa que le había sugerido su madre. Caminó como un somnámbulo y recogió de la silla unos vaqueros negros que su madre le había sacado del armario la noche anterior. Se los puso y tras abrochárselos coge la camiseta del mismo color y sin ningún estampado raro de los suyos que también había escogido su madre.

Se sentó en la cama y se calzó  sus botas también negras terminadas en una estrecha punta, esas que tiene ya desgastadas de tanto ponerse. Tras calzarse, volvió al baño para hacer lo que sabe que su madre llamaría un pequeño acto de rebeldía.

Abrió su neceser de maquillaje que escondió días antes y sacó sus cosas, comenzando a pintar sus ojos con una sombra tan negra como la que se cernía sobre su vida, sin saber a quien hacer caso ni en quien confiar. Solo dejarse llevar por la opinión de los demás, que no tenían en cuenta la suya para nada.

Miró el resultado en el espejo y sonrió a medias satisfecho. Volvió a esconder el neceser bajo unas toallas y salió de la habitación listo para enfrentarse a su madre en la cocina.

Nada más entrar en ella, Simone se volvió y frunce el ceño al ver el aspecto de su hijo pequeño.

—Cariño, creía que ya habíamos hablado de lo de maquillarte cuando estás en casa—riñó Simone con voz suave.

Sólo abrázameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora