PRÓLOGO

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Un Sueño

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Un Sueño...

Todas las noches desde niño era lo mismo: Dos grandes ojos brillantes mirándome fijamente a través del cristal de la ventana. Luego esta se habría de par en par y un animal enorme y emplumado entraba volando a mi alcoba en medio de la noche. Un ave grande de magnos ojos; una lechuza o algo similar. Una que posaba sus patas en el borde de la cama desde donde se quedaba muy pero muy quieta, observándome fijamente mientras yo, arropado e inmóvil entre mis cobijas, solamente podía limitarme a reparar en aquellos grandes ojos negros saturados de destellos brillantes, similares a un gran manto estrellas cubriendo la oscuridad del cielo nocturno.

Ahí solía terminar todo antes de despertar, pero llegó la noche en que los brazos de Morfeo, a diferencia del resto de noches, me llevaron al interior de los ojos de esa lechuza hasta un mundo bañado por una luz crepuscular; un dominio entre el día y la noche donde el tiempo mismo parecía suspirar antes de respirar de nuevo.

En aquel sueño, me hallé caminando por un sendero forjado de espejos. Cada uno reflejando no mi imagen, sino momentos efímeros de alegrías y penas. Mientras avanzaba, y en un instante determinado, los espejos comenzaron a arder, pero ya no con fuego, sino con la luz del alba tan dorada y pura que sentí cómo la esencia misma de la vida se tejía en esos hilos de sol. Y allí, en el corazón de ese fulgor, se encontraba él. Un ser desconocido cuya piel parecía hecha de luz líquida, brillante como una estrella cálida. No obstante, lo que más me llamó la atención de aquel no fue su divina luz, sino más bien su mirada de ojos brillantes; tan acogedora y dolorosamente melancólica, como si en ella llevara la carga de mil vidas.

Aquel extraño se acercó a mí con cada paso haciendo temblar el suelo cristalino como si la realidad misma respondiera a su llamado, y, con una voz que resonó como eco a través de las montañas, pronunció palabras en un lenguaje que mi mente no conocía pero, mi corazón, comprendía a la perfección: Eran promesas de un encuentro predestinado; advertencias de sentires que podrían desgarrar el tejido del tiempo y el presagio de una oscura traición, nacida de la luz más pura.

Inmediatamente después sentí como si una fuerza descomunal me alejara de aquella figura iluminada hasta encontrarme en la más inmensa nada. Ya no estaba en aquel mundo de luz y espejos, en cambio, una negrura espesa me rodeaba como un manto, sin dejarme ver más que los propios límites de mi existencia.

Estando ahí, la sensación de que algo oscuro me observaba de frente aunque no pudiera verlo, me invadía todo el tiempo. De repente, de entre las sombras, surgió una mirada hambrienta con múltiples y redondos ojos escarlatas que no se comparaban de ninguna forma a la misteriosa y amistosa expresión de la lechuza, ni mucho menos a la calidez y tranquilidad de los ojos del ser iluminado. En su lugar, esta nueva mirada me inspiraba un terror escalofriante que vino acompañado por una voz gutural y profunda que, a su vez, insistía en repetir una y otra vez la misma cosa: «Encuéntrame»...«Encuéntrame»...«Encuéntrame».

En esas noches solía despertar empapado en sudor con las primeras luces del amanecer filtrándose por mi ventana, llevando consigo el peso de esa rara premonición que, de una u otra forma, servía como un recordatorio constante de que mi vida, para bien o para mal, estaba entrelazada con un destino hasta entonces desconocido pero del que, más temprano que tarde, iría a reconocer con la misma claridad que a mi propio reflejo.


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MEDIO CORÁZON DE LUZDonde viven las historias. Descúbrelo ahora