Siete lunas habían pasado ya desde el Baile del ocaso cuando, finalmente, encontré la ocasión para adentrarme en la biblioteca Eldarion.
Salir del palacio real siempre me fue fácil pues mi rostro en la ciudad era conocido por todo aunque, y a diferencia de lo que se puede llegar a creer, no como el del príncipe. En cambio, la mayoría de los habitantes de Casamarilla creían desconocer al reservado heredero que, para el mundo fuera del palacio, permanecía siempre recluido en las entrañas del Castillo amarillo. No obstante, la realidad era que siempre había podido escabullirme de aquella fortaleza desde muy niño haciéndome pasar como un citadino mas, de manera que los saludos entre los transeúntes conocidos me acompañaron durante todo el trayecto sin el temor a que nadie fuera a alertar mi verdadera identidad. Sin embargo, para mí aquello no era fingir en lo absoluto. Yo era, por lo menos desde mi percepción, un ciudadano más de la ciudad de Casamarilla al igual que todos. Siempre lo había sido desde que comencé, aun siendo muy niño, a grabarme cada recóndito lugar de las calles y edificios de esa coloración pajiza dada por los minerales en la arcilla en los ladrillos de esas tierras.
Las calles que llevaban a la Biblioteca eran angostas y serpenteantes, un contraste marcado con los amplios bulevares y jardines del palacio, y, a medida que me adentraba más y más en la ciudad baja, el aire se volvía más denso con el murmullo de las conversaciones y el aroma de las especias y alimentos que se vendían en los puestos del mercado.
Al acercarme a la biblioteca y ver a los lejos la fachada de aquella magna construcción, caí en cuenta que, el edificio, parecía ser más una fortaleza que un simple recinto de libros. Las piedras amarillentas de un tinte mostaza y gastadas por el roce de innumerables manos parecían guardar las huellas de sabios y soñadores. Cada bloque tallado con esmero, llevaba inscritos símbolos olvidados: serpientes que se enroscaban como pergaminos, águilas que alzaban sus alas hacia los cielos y espirales que bailaban en un lenguaje antiguo. Los arcos de entrada, adornados con gárgolas de ojos penetrantes, me parecieron custodios silenciosos de los secretos que yacían en su interior.
Ya al cruzar el umbral, el aire se espesó con el aroma de pergaminos amarillentos y polvo. Las antorchas, dispuestas en las paredes, parpadeaban como estrellas en la noche, de manera que era fácil que la vista se perdiera en los pasillos extendidos en todas direcciones cual venas que conducían a un solo corazón.
En las estanterías, los innumerables ejemplares descansaban en un sueño sereno y apacible; tesoros llenos de conocimiento olvidado con lomos de cuero gastado que susurraban historias de imperios caídos y conocimiento de magos del pasado inscrito en sus páginas. Los manuscritos, algunos, escritos a pluma de cuervo y tinta de sangre, descansaban sobre la arcaica madera aguardando a aquellos que se atrevieran a descifrar sus enigmas. Las ventanas a lo largo del domo central, pequeñas y enrejadas, filtraban la luz de la luna que se posaba sobre las mesas de lectura donde múltiples estudiosos inclinaban sus cabezas sobre los códices con suma concentración. El tiempo allí daba la impresión de ser elástico: las agujas del reloj avanzaban con lentitud, como si temieran perturbar aquella quietud sagrada.
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MEDIO CORÁZON DE LUZ
FantasyKartal, el príncipe del reino del Sur, es un poderoso mago de tan solo veinte años que ha agotado todas sus fuentes de conocimiento en las artes místicas, pero, su deseo de aprender más, lo llevara a conocer a un enigmático joven de ojos dorados qui...