VI

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El siguiente encuentro con mi maestro de ojos dorados fue inesperado

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El siguiente encuentro con mi maestro de ojos dorados fue inesperado. A pesar de la rutina del palacio y las responsabilidades diarias, me las arreglé para encontrar tiempo y, así, escapar a aquel rincón secreto que se había convertido en nuestro refugio desde que coincidimos por vez primera: el jardín del palacio.

Repleto de flores exóticas y árboles centenarios, aquel era un santuario de paz. Pero, aquella tarde, el aire llevaba consigo un peso como una sensación de algo inminente. Y allí estaba él, apoyado contra un viejo roble, con su figura casi fundiéndose con el crepúsculo, viéndome llegar sonriente con sus ojos de soles cargados de aquella rara melancolía que aún no entendía.

El sol brillaba intensamente sobre nosotros y proyectaba sus cálidos rayos sobre la tierra. Mientras caminaba hacia mí, reparaba en sus cabellos radiantes cayendo en cascada ondulada por su frente. Siempre iba vestido con una sencilla túnica blanca y sandalias, no necesitaba más vestimentas, solo su caminar grato y aplomado, exudando un aire de confianza y tranquilidad.

Mientras más se acercaba, surgían sus rasgos cincelados y atractivos, delicados como los de una doncella, envueltos en su piel de un matiz cálido y lustroso de vitalidad. Era poseedor de una gracia natural y cautivadora. ¿Cómo podían mis ojos dar crédito ante aquello? Y su aroma, ¡ese aroma envuelto en los susurros íntimos de una fruta extraña!, una fragancia que mezclaba la resonancia ambarina y dulzona de la miel con el más sutil toque de néctar jubiloso. Un dulzón sencillo y delirante que nunca hastiaba y que se arremolinaba a su alrededor como una capa invisible que prometía el consuelo de un abrazo provocativo y tranquilizador, cuál lo es la melodía de un arpa.

Al pasar, no puedo evitar sentir admiración y envidia hacia él, encarnaba todo lo bello y deseable: fuerza, inteligencia y, sobre todo, una sincera pureza. Nada lo fingía, ni nada pretendía. Nada había en esa sonrisa delicada de labios rosáceos, ni en los lunares de su cuello o en el rubor de sus mejillas de pómulos definidos, más que sinceridad. Él era él, y nadie más.

Yo, sin embargo, debía mostrarme cauto. A diferencia suya, había aprendido a disfrazar cualquier pensamiento e intención puesto que, en mi posición, así debía ser un príncipe, con una cara entrenada y cada expresión perfectamente equilibrada para permanecer hermética ante las provocaciones. Asi debía ser en detrimento de mi condición de diplomático; uno que no podía permitirse dejar entrever ningún pensamiento o emoción cuando, ante algún rival, fuera ganando o perdiendo un argumento. Asi debió ser antes y asi debió de ser entonces estando con él, cuando su sola sonrisa me estaba, indudablemente, ganando todos los alegatos que tenia en su contra y que yo rebuscaba con afán para, inútilmente, convencerme de que no había nada muy extraordinario en ese muchacho, ni mucho menos nada que le mereciera dejar mi mirada posada sobre si mas de lo que era prudente, ni nada que hiciera a mis oídos esperar, de nuevo, el resonar cálido de su voz.  Por más que me entretuviera mirando aquellos ojos dorados con tal delicadeza y alegría, los míos no debían mostrar mucho mas que mi disposición para aprender esa magia nueva y extraña, única razón por la que lo había buscado con tanto apremio. Eso y nada mas.

MEDIO CORÁZON DE LUZDonde viven las historias. Descúbrelo ahora