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La decisión estaba tomada

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La decisión estaba tomada.

La emperatriz no se quedó en Casamarilla más tiempo del que era necesario para tomar su siesta y, luego, partir una vez más y tan secretamente como había llegado a la ciudad de Glojuscan, la capital de la Alayaiba en el reino de Aleda. Después de aquella reunión con ella y mi padre, el deber me obligaba a dar la noticia inminente a mis concejeros. No solamente tendría que comunicarles la verdad de las condiciones en que se encontraba actualmente nuestra nación y nuestro reino, en las cuales nos veíamos en medio de un peligro inmediato por parte de nuestros antiguos invasores. Si no que, además, debía informarles que, por orden de la misma emperatriz, se les solicitaba a cada uno de ellos para una extremadamente peligrosa tarea de la que, siendo franco, no sabía si todos íbamos a poder sobrevivir.

No obstante, la parte más difícil sería comunicarle a Varyn que, yo personalmente, la había escogido a ella entre todos y todas para llevar a cabo la primera y, en mi opinión, más difícil parte de la misión. En aquel entonces, Varyn tenía unos diecinueve años y ya había vivido y visto en sus casi dos décadas de vida más de lo que muchos ancianos en todos sus años. Ella había sido de las primeras cortesanas en ser elegida por mí y Shyla para entrar en la corte, cuando, hace varios años, la vimos en las calles tratando de engañar a varios transeúntes para robarles, junto con otros niños, las pocas monedas que trajeran. En ese momento, Shyla y yo reconocimos en aquel marginal acto una chispa ineludible en sus ojos que se replegaban por todo el lugar. Era una astucia y viveza tal que, si lograba ser bien encaminada, traería consigo el desarrollo de una de las mentes más filosas de la nación de Alayaiba. Así lo pensé entonces y así lo confirmó el tiempo. Ambos, Shyla y yo, nos volvimos sus amigos y, cuando finalmente la convencimos de vivir en el palacio en vez de en las calles, rodeada de textos desconocidos y maestros sagaces que explotaran sus habilidades, Varyn se volvió rápidamente la estudiante más destacada de toda mi corte real.

Ya casi cuatro años después, a simple vista, no quedaba ningún rastro de la ladrona de monedas que solía ser en su adolescencia. Ahora, en cambio, se había convertido en una de las más brillantes y jóvenes mentes políticas, haciendo de la información y las estrategias dos terrenos fácilmente dominables y, en los cuales, desplegaba sus elocuentes argumentos y tácticas, planificándolas y llevándolas a cabo con la precisión de un relojero. Naturalmente y de la misma forma, se había vuelto especialmente buena en el ajedrez y, en esa área, no había rival que le hiciera frente, habiendo agotado a todo el resto de cortesanos y siervos del palacio; ganándonos a todos —incluyéndome—en aquel juego.

Era esa agudeza y sagacidad lo que la volvía un rival sin igual y, además, una competidora innata e insaciable, incluso al punto de bordar la arrogancia que nacía de su inquebrantable confianza en su propia inteligencia y la cual resultaba ser su mayor debilidad; una que, además, sabía reconocer bien y de la cual había analizado en sus tributos y hasta en como sacarle provecho. De modo que no me sorprendió cuando, recién llegada al palacio, ya dominaba el escenario social, poniéndose a sí misma en la cima de la jerarquía. Mucho menos que, al reunir a todos mis jóvenes y sabios concejeros en el salón donde habitualmente lo hacíamos y ya después de haberles dicho todo lo mandado por la emperatriz, no divisara en Varyn ningún atisbo de sorpresa, sino más bien, una expresión que denotaba que tal noticia o bien se la esperaba, o le servía para confirmar sus sospechas de que algo raro pasaba en el reino.

MEDIO CORÁZON DE LUZDonde viven las historias. Descúbrelo ahora