Cuarta grieta: Crecer entre lobos I

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Mi familia tiene los apellidos de Barboza por parte de mi padre y Rey
Sánchez por parte de mi madre.

Una vez en el colegio me hicieron hacer una redacción de cómo era mi
familia.

Yo puse: mi familia es numerosa, siempre hay mucha comida en
las reuniones familiares, mis padres se aman y tenemos una casa grande. Mi familia es muy familiar. Los amo.

No mentí en ninguna de esas líneas. Fui honesto y claro. Yo los amo. Lo
hago.

Me encantaría seguir leyendo esa redacción de cuando tenía ocho años.

Me encantaría leer ese “los amo” y grabármelo a fuego en la retina, en el corazón para que nunca se me olvide y de paso poder decirlo sin que
suene a una vil mentira.

Supongo que eso que dicen que eres más feliz viviendo en la ignorancia
es verdad. Me gustaría conservar esos ojos de ocho años que veían todo con cariño, que se creían todo lo que le decían y no veía más allá. Me gustaría ser ignorante de que mi familia estaba rota desde antes deque yo naciera y de que mis padres querían que yo no lo supiera.

De que hasta ellos mismos querían convencerse de que su familia, que ahora también era la mía, estaba bien. Creo que ellos también querían no saberlo. Creo que ellos también
querían subirse a la cadena de “hacer que no lo veo”, de “es el pasado” o
hacer una nueva de “ya los he perdonado”.

No puedes ocultar el sol con un dedo, dicen. Yo digo que sí se puede, pero no durante mucho tiempo. De que los niños crecemos y no somos idiotas. De que los niños, aunque no lo creáis, no somos tontos y nos damos cuenta de las cosas.

Nos damos cuenta de los gritos, de las discusiones, de las miradas maliciosas, del dolor en las palabras, de la rabia en la garganta, de los susurros a nuestras espaldas y de las mentiras con sonrisas vacías que rompen con aquella niñez tan idealizada.

Los niños entendemos, vemos, tenemos una voz, convicción, valores y hasta sentimientos que no entendemos. Los niños también odiamos. Los niños también nos odiamos.

Los niños crecemos y crecemos y dejamos de jugar con nuestros juguetes para jugar con la vida, a jugar con las cartas que nos dan desde que nacemos, con los sentimientos que seguimos sin entender, a jugar y a jugar hasta que nos damos cuenta de que no jugamos, de que crecer significa descubrir y mientras escribo esto pensando que no debería de hacerlo para no abrir una herida que no quiero ver, siento que nunca debería haber empezado a jugar, que nunca debería de haber crecido.

—¿Abrir una herida duele?

—Sí.

—¿Pero y si nunca cerró?

—Pues coserla también lo hace porque tienes que limpiar la sangre.

El niño se rascaba fuerte las manos.
Pedí permiso y se las cogí. Ambos
empezamos a temblar, la sangre se sentía sucia en nuestras venas.

Nuestros nombres, nuestra herencia, nuestra familia ideal se rompía y no
había quién pudiese apagar aquel fuego que provenía de nuestras
propias lagrimas.

Ambos empezamos a gritar.

No solo dolía, ardía.

gracias por leerme!!
dadle a la estrellita y comentad que os está pareciendo las grietas que me hace mucha ilu leeros<3
os abrazo<3

El niño que miro a la muerte y le dio un abrazo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora