Capítulo 3: El célebre Rey imprudente

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Inspiré hondo al despertar, con los recuerdos de una pesadilla emborronándose. El horror que había sentido en mi sueño fue sustituido por el que me invadió al percatarme de que no estaba en mi habitación. La luz del amanecer me cegaba, y la ciudad se extendía ante mí; por no hablar de que el aliento de Rodion me hacía cosquillas. Tenía la cabeza apoyada en su hombro, y uno de sus brazos estaba encima de mí. Le aparté con todo el cuidado que pude y me levanté alisándome el uniforme. La noche anterior nos habíamos quedado en el monte, hablando de su marcha al cabo de unos meses, y debíamos habernos dormido.

En cuanto recordé lo que me había contado, fruncí profundamente el ceño. Rodion se iría. Iba a haber una guerra. La vida tal y como la había conocido iba a desaparecer, tanto si ganaban como si perdían. Dudaba que mi expresión de preocupación se esfumara en lo que quedaba de día. Un momento, ¿qué hora era?

—Rodion —susurré, golpeándole un poco con la punta del pie. Al ver que no despertaba, gruñí y le asesté una patada en el costado, con lo que conseguí que se incorporara de golpe.

—¡Au! ¿A qué ha venido eso?

—Te diré a qué ha venido: ¡nos hemos dormido! ¡Y yo tengo que sacar a tu hermana de la cama a las ocho! Ni siquiera sé qué hora es, y ella quería ir de compras otra vez...

—Perse, tranquila. No pasa nada porque llegues tarde un día, Clariess lo entenderá.

"Sí, pero tu padre no", quise contestarle. No pude evitar fulminarle con la mirada, y me puse a recoger a toda prisa el contenido de la cesta, que estaba desperdigado por el musgo. Rodion se quejó, frotándose la espalda, pero me ayudó, y un rato después ya estábamos descendiendo por el bosque en dirección a la casa. Cada minuto que pasaba me ponía más nerviosa, y me dio la sensación de que llevábamos horas caminando cuando llegamos a los terrenos de los Aursong.

—Espera —le detuve. —¿Te importaría entrar más tarde?
—¿Qué? ¿Por qué?

—Si yo he llegado tarde, o si alguien nos ve... no quiero que piensen...

Él soltó una carajada.

—¿Te preocupa lo que digan?

—¡¿Es que a ti no?!

—Está bien, no tienes que ponerte así. Entraré luego si eso es lo que quieres.

—Sí. Gracias.

Me escabullí por la puerta del servicio, cruzándome con un par de sirvientes que, por suerte, no me prestaron demasiada atención. Una vez en mi cuarto, me quité el uniforme arrugado y lo cambié por otro. Al mirar el reloj de mi mesilla, ahogué un lamento al comprobar que eran pasadas las ocho.

Casi corrí hasta la habitación de Clariess, que aún estaba tumbada, leyendo un libro.

—¿Qué te ha pasado?

—Lo siento mucho, te aseguro que no ha sido a propósito. Yo... me quedé dormida.

No era una mentira del todo, pero sí lo más cierto que me sentía capaz de contarle.

—No pasa nada —suspiró ella, pero se notaba que estaba molesta. Me prometí a mí misma que aquel día haría todo lo que me pidiera, incluso si eso conllevaba tener que ver al señor Zarius. Nos vimos sumidas en la rutina de todos los días, pero con algo de prisa. En esa ocasión no dejé que me peinara a mí también: me limité a ponerle uno de sus vestidos azules y a recogerle el pelo en la nuca, sin importar lo enmarañado que estuviera el mío. Las dos echamos de menos el bastón cuando bajamos las escaleras apresuradamente. Por desgracia, no llegamos muy lejos, ya que en el rellano nos esperaba Cadmot. El hijo más parecido, tanto en el físico como en su encantadora personalidad, al general.

El reflejo de la Reina: ExilioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora