Capítulo 26: Libres juntos

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Me levanté de un salto, con lo que mis cadenas tintinearon contra la piedra del suelo.

—¿Qué está pasando?

—No tengo la menor idea —susurró Eraxin, quien, a pesar de que el miedo era palpable en sus ojos, mantenía una expresión de firmeza. Extrajo el puñal de su chaqueta, y avanzó cautelosamente hacia la puerta. De nuevo, otro estruendo proveniente del piso de arriba, con lo que me pareció que eran gritos.

—¿Os han encontrado?

—¡Shhhh! ¡Baja la voz, maldita sea!

Obedecí, con tal de poder escuchar mejor cualquier sonido que nos llegara de fuera de la celda. Cada vez estaba más convencida de que se estaba produciendo una pelea, aunque no estaba segura de si eran el resto de los mercenarios, que habían regresado borrachos. Mis siestas constantes me habían hecho perder la noción del tiempo, pero tenía la impresión de que ya era de noche. Si no, la otra opción era que alguien se estuviera enfrentando a ellos. ¿Podrían ser los hombres del general, que habían descubierto la estratagema de mis secuestradores y me habían buscado por la isla? Aquella idea me produjo sentimientos encontrados, y me sorprendí a mí misma al pensar que no estaba segura de querer que me encontraran. Si me llevaban a Jarnile, quizá tendría más posibilidades de escapar que en una isla incomunicada al resto del Continente del Norte, puede que hubiera esperanza... Pero la perspectiva de convertirme en esclava era lo suficientemente desagradable como para no desear realmente que Eraxin y sus compañeros me llevaran con ellos. En realidad, ninguna de mis opciones en aquel momento me aterraba menos que la otra.

El miedo apartó esos pensamientos al escuchar lo que claramente era un gañido de agonía, un sonido aterrador que no prometía nada bueno. Mi vigilante palideció, pero no mostró más señales de estar asustado.

—Ni se te ocurra hacer ningún ruido.

—¿Qué?

Eraxin se dirigió hacia la puerta de la celda empuñando firmemente su arma.

—Espera, espera, ¿a dónde vas?

—¡He dicho que no hagas ruido! —me acalló con un grito susurrado. —Voy a ver qué está pasando.

Por mucho que le odiara, no quería que me dejara sola en aquella situación.

—¡¿Qué?! ¡No! ¿Me vas a dejar aquí?

—Me llevo la llave —replicó, mostrándome la llave diminuta que asomaba de uno de los bolsillos de su chaqueta.

—¡No, espera! ¡Déjame quitarme las cadenas al menos! ¡Eraxin!

Él me ignoró, pero sacó de bajo su camisa un colgante del que pendían una insignia plateada con un símbolo grabado que no logré distinguir. Se lo llevó a los labios y emitió en voz baja una plegaria que no reconocí:

—Por mis compañeros de batalla, si esta es la última, deja que la muerte conduzca nuestras almas hasta el reino de Octavia, y que ella nos arrope en la paz eterna. Que los señores de la eternidad nos protejan, que Octavia nos acoja, que Tamius bendiga nuestras armas en la lucha, y que Elen, la que todo lo ve, de por cumplido nuestro destino.

Antes de que pudiera preguntarle cuáles eran esos nombres por los que rezaba, salió de la celda con el puñal en ristre, cerrando la puerta tras de sí. Intenté detenerle, pero las cadenas de mis muñecas y tobillos me hicieron tropezar y caer al suelo. Resuelta, me levanté y me acerqué al muro, pegando la oreja para distinguir todos los sonidos posibles del exterior. Las manos que apoyé sobre la piedra me temblaban descontroladamente.

Fuera lo que fuera lo que estuviera pasando allí arriba, estaba tomando cada vez más gravedad. Escuché el indudable entrechocar de armas, pero no me pareció que los atacantes fueran demasiado numerosos. También pude oír una voz que me pareció la del líder de los mercenarios dando frenéticas instrucciones. Me aparté bruscamente cuando esas palabras se convirtieron en súplicas y horribles gritos de dolor. No volví a escuchar esa voz.

El reflejo de la Reina: ExilioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora