El salón de baile de la casa de los Amberlan, aunque estaba fina y ricamente decorado, me resultó decepcionante comparado con el de Eneas. Era mucho más pequeño, la zona para bailar no era muy espaciosa y el resto de la multitud estaba apiñada en torno a las mesas a los lados de la estancia.
Las mansiones del príncipe y el general eran indudablemente magníficas y señoriales, pero las otras ocho casas nobles de Cavintosh tenían viviendas algo más razonables. A diferencia de la última fiesta, en la que se anunció mi compromiso, los aristócratas no iban tan emperifollados. Me inclinaba a pensar que los últimos acontecimientos habían diezmado sus ansias de celebración, pero, ya que, en teoría, aquella era una ocasión alegre, no iban a permitir que eso les detuviera.
Se me había hecho raro ver mi nombre en la invitación, y aún más estar en una fiesta sin tener a Clariess aferrada a mi brazo, renqueando a mi lado. No dejaba de buscarla con la mirada, y torcía el gesto cada vez que me la encontraba junto al fanfarrón de Ozgur Guntheron. Para emparejarla lo antes posible, sus padres habían decidido aceptar una de las muchas peticiones de acompañantes que había recibido. Y dado que Guntheron era el casadero más atractivo de la corte de Cavintosh, consideraron que era la opción que más le agradaría. No se habían molestado en averiguar que la mera idea la asqueaba, pero allí estaba ella, sonriendo como un ángel entre la arremolinada multitud. Ozgur, sin embargo, parecía aburrido
—No pongas esa cara —me recriminó Eneas. — Y enderézate un poco, por favor.
No le contesté, sólo cuadré los hombros y me erguí.
—Mejor, gracias.
—¿Qué cara estaba poniendo exactamente? Para no volver a repetirla.
El príncipe me miró de reojo, como determinando la sinceridad de mi buena voluntad.
—La cara que pondrías si quisieras sepultar esta sala en cristal.
La idea era tentadora, pero por el momento no estaba siendo muy desagradable. La música me gustaba bastante, y por ahora el mayor tormento había sido tener que saludar a unos cuantos altos cargos del ejército insurrecto algo sobrados de peso y a sus ilustres familiares. Algunos de ellos actuaban con cierto temor a mi alrededor lo que, la verdad, provocaba en mí un perverso cosquilleo.
—Ni se me ocurriría, alteza.
Aunque se me ocurriera, no sería capaz. Mi magia seguía sin hacer lo que yo quería y, durante las casi tres semanas que llevaba entrenando con ella, Scilla no había podido remediarlo.
—Bien. En ese caso, cambia esa expresión. Ya es hora de que vayamos a hablar con los anfitriones.
Hice una mueca, pero no me quejé. Coloqué, como de costumbre, mi mano tras el codo de Eneas y fuimos a buscar a los Amberlan.
Lady Amberlan probablemente había sido muy hermosa en su juventud, con su porte elegante y esos ojos expresivos, pero ahora parecía de esa clase de mujeres que se esforzaba por fingir que no envejecían. Su marido era el comandante Amberlan, pero la panza que se adivinaba bajo su traje sugería que no había cogido un arma en mucho tiempo.
—Alteza —saludó éste último con seriedad. No tenía arrugas de sonrisas, así que sospechaba que no solía esbozar demasiadas. — Nuestra más sincera enhorabuena por vuestro compromiso.
—Gracias, lord Amberlan —respondió Eneas antes de lanzarme una mirada significativa. Al notarlo, me enderecé aún más y esbocé una sonrisa.
—Una fiesta encantadora, lord Amberlan.
—Gracias, lady Perse —dijo lady Amberlan, mirándonos con calidez. — Hacéis una pareja magnífica.
—Sois muy amable.
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El reflejo de la Reina: Exilio
FantasyUna Reina despiadada Un reino en guerra El último bastión de los rebeldes Y una chica cuyos sueños son distintos a los demás Desde que fue adoptada por el general, la hija de traidores Perse ha vivido en Cavintosh, el único lugar que el poder de Fur...