Capítulo I

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—Lucen encantadoras—dijo mi madre al entrar a la habitación de Bárbara y ver los vestidos que nos habían confeccionado—¿Ya ve Juana? que no era poco tiempo de anticipación, quedaron los vestidos justo a tiempo.

—Juana, quién estaba a mis pies terminando de ajustar mi vestido, no respondió nada y siguió trabajando. Mi madre caminó entre nosotras observando el bordado de los vestidos, el encaje, cada detalle.

—¡Bárbara te ves perfecta! —dijo mi madre feliz.

—Gracias mamá—respondió mi hermana con dulce y humilde sonrisa.

—Aimeé también te ves bien cariño, pero aprieta más tu corsé ¿sí, querida?

—Ya no respiro—me quejé.

—Yo creo que sí, si no, no podrías quejarte.

—¿Usaban corsé? —me interrumpe Ximena

—En el pueblo era un símbolo de clase y elegancia, sobre todo en eventos sociales como fiestas, fuera de estos eventos los evitaba a toda costa.

—Debería salir más al sol niña, está usted muy pálida—me sugirió Juana.

—No puedo, soy alérgica al sol, me sale sarpullido en la piel.

—Hablando de tu palidez cariño, tal vez se pueda resolver cambiando el color de tu cabello, algo que te dé más luz ¿Por qué no usas esto? —dijo sacando una peluca del baúl de Juana.

—¿Le pediste a Juana una peluca rubia, para ocultar mis negros cabellos?

—No lo tomes a mal, es temporal y es por tu bien, para ver si el cabello más claro logra iluminar tu bello rostro y te veas menos...muerta.

—Es rubia—reclamé—mi cabello es igual al de padre.

—Ese es el problema—admitió entre dientes—además es castaño claro, la diferencia es...insignificante—respondió mi madre señalando la peluca con una sonrisa—¿La usarás?

—En respuesta, tomé la peluca que me había extendido, salí de la habitación y caminando con molestia e indignación bajé la larga escalera hasta llegar al gran salón donde arrojé la peluca al fuego de la chimenea. Necesitaba respirar. Con dificultad salí a los jardines, pues los tacones se enterraban en el pasto fresco y toda la tela del vestido era pesada de cargar. En mi brusco caminar y sin conciencia de la dirección de mis pies, frené al llegar al borde de la inmensa y profunda alberca del Castillo, era tan grande y tan profunda que mi madre nos había prohibido usarla, de hecho su propósito era más decorativo que funcional -como casi todo en el Castillo- jamás nadie la usaba. Ahí me detuve unos minutos observando mi reflejo.

—¿Tu reflejo, para qué?

—Para compararme con Bárbara, era algo que hacía a menudo. Sé que no hacía bien, pero es muy difícil no aprender a hacerlo cuando todos a tu alrededor lo hacen.

—¿Puedo preguntarte cómo te hacía sentir eso?

—Insuficiente, supongo. Es que...si usted hubiera conocido a Bárbara Montés, también se habría enamorado de ella. Era tan hermosa, tenía un hermoso cabello rubio y rizado, hermosos ojos verdes como los de mi madre, llenos de inocencia y dulzura, pómulos altos y rosados y finos labios, perfecta sonrisa, del tipo que alegra, da calor y confianza de solo verla. Y cuando hablaba, todo mundo quería escucharla porque su timbre de voz era poético y melodioso. Ella simplemente iluminaba cualquier habitación en la que estuviera—recuerdo con cariño y una lágrima moja mi mejilla.

Castillo Montés (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora