Capítulo II

95 11 2
                                    

—Me desperté muy temprano poco antes del amanecer entre el heno del establo.

—Buenos días—saludé a Julio quien se estaba terminando de vestir.

—Buenos días.

—Todavia no se pone el sol ¿Por qué no te quedas otro rato?

—Porque no quiero que tú padre cuelgue mi cabeza en su muro de cacería.

—Podrías ir a lado del ciervo que cazé.

—No es gracioso, tu padre podría...

—Matarte, sí, ya sé, me lo dices todo el tiempo y aún así aquí estamos.

—Sí y ya me tengo que ir y tú también antes que tú mucama entre a tu alcoba y no te encuentre.

—¿Cazaste un ciervo? —me pregunta Ximena, pero decido ignorarla para continuar con la historia.

—Está bien, no te preocupes, se supone que estoy en una pijamada con Bárbara y tú hermana.

—¿Qué? ¿Y qué van a pensar cuando no llegues? —me preguntó Julio molesto.

—No sé, que me sentí mal, que soy grosera y antisocial. No te preocupes si es necesario Bárbara me cubrirá.

—Aimeé ¿No lo entiendes? Nadie puede saber lo de nosotros, ni Bárbara ni nadie.

—No le he dicho a nadie, te lo juro.

—Era cierto, para empezar no tenía a nadie a quien contarle, no tenía amigas o primas cercanas, la única persona era Bárbara pero jamás le dije.

—¿Por qué?

—Porque sabía que se opondría, no tenía miedo que nos delatara, solo no quería que me dijera que estaba mal, que me regañara o decepcionarla. No era algo que me enorgullecía contar.

—¿Cazaste un ciervo?

—Sí, sí cacé un ciervo cuando yo tenía 10 años.

—¡A los 10 años! ¿Cómo fuiste capaz?

—Es increíble lo que uno puede llegar a hacer por aprovación. Verás, hay ciertas costumbres que se vuelven muy normales aunque sean horribles. Una de ellas es que los padres enseñen a los hijos a cazar. Sí, lo hacen en un afán de "enseñar a proveer y sobrevivir" pero luego se convierte en un deporte cruel e innecesario, mi padre por ejemplo tenía una pared en el Castillo con todos los pobres animales que había cazado. Pero él no tenía un hijo al que llevar, solo estábamos Bárbara y yo. Una parte de mi siempre creyó que de haber nacido hombre hubiera tenido una relación más estrecha con mi padre, siempre creí que mi padre deseó un hijo, uno varón. Así que un día me escabullí y los acompañe al bosque, robé un rifle de entre todo el cargamento, recuerdo que apenas y podía su peso, que hasta el día de hoy sigo cargando y luego le disparé a un ciervo. Fué un tiro de suerte, ni siquiera sé cómo logré la puntería, pero todos parecían asombrados al mismo tiempo que escandalizados. Grité y lloré cuando ví agonizar al pobre ciervo. Me atormentó tanto la imagen que no recuerdo bien el regaño de mi padre, sino el sufrimiento del inocente animal y la sangre brotar de su estómago. Al final sí colgó su cabeza en el muro. De vez en cuando iba a visitarlo para recordarme las estupideces que podía llegar a hacer por complacerlo y recordarme y prometerme nunca más volverlo a hacer. Desde entonces no como carne, de ningún tipo, no creo merecerla, no importa que tan bueno sea su sabor, me prometí que ningún animal volvería a ser sacrificado en mi nombre. Continuando con la historia.

—Buenos días Aimeé, es hora de levantarse—dijo mi madre al entrar en mi habitación.

—Unos minutos más madre—supliqué en mi cama fingiendo estar adormecida.

Castillo Montés (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora