8. Redimir

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Y él...

Supongo que él estaba tan perdido cómo yo.

En cuanto lo abracé y apreté mi rostro contra su pecho, noté que sus brazos cayeron, de manera brusca, abatido, fue lo único que sentí, no sé hacía dónde miraba, ni siquiera si sus labios intentaron articular palabra, ni siquiera si esperó a escuchar una palabra mía, ni siquiera si quería apartame.

- Estás bien... -dije para mí, en alto, para quedarme tranquila, y reafirmarlo, y que si no era así, él me corrigiese.

- ¿Esperabas que no? -respondió en tono burlón, su voz era grave.

- No... -me costó acabar la frase. Tomé una bocanada que dio paso a mis lágrimas-. No quiero volver a perderte -lo apreté más contra mí si cabía.

Se movió, levantó un brazo, no sé cual, y apoyó una de sus manos en mi cabeza, zarandeando mi pelo, despeinándome, y luego, aparcó la mano ahí por un tiempo.

Nos quedamos así por un rato.

Noté que cayó algo sobre mí, luego supe que era sangre, dos, tres gotas, no más. Eso me espabiló, y me hizo salir del momento.

- ¿Te parece esta -señalé alrededor-, manera de salvar a una damisela?

Se rió en corto.

- Ni veo a ninguna damisela, ni soy ningún salvador.

- ¡Eh! -le di con la palma de mi mano en sus costillas.

Levanté la mirada, acomodé mi barbilla en su pecho y le miré, me costó verle,  yo aún tenía los ojos llorosos, pero en cuanto me los sequé, le limpié la pequeña cantidad de líquido semi-rojizo de sus mejillas.

Me giré y les hice una reverencia a las cenizas que hace unos minutos atrás hablaban y se movían.

- No sé de qué te compadeces -dijo poniéndose a mí nivel. Tenía las manos es su espalda y les miraba desde lo alto, sin remordimiento.

- De quién. Y por muy asquerosos que fueran, nadie merece morir.

- ¿Estás segura de ello? -acercó su cara a la mía, retándome.

- ... ju -balbuceé-. Existen situaciones particulares -le di la razón-. Pero son puntuales, y no lo normal.

- ¿Ah, sí? -respondió, se estaba divirtiendo con esto.

- Tou... -me detuve-. Dabi, ahora prefieres que te llamen Dabi -asimilé-. ¡Dabi, ya!

Espectamos las llamas por un rato, parecían no querer extinguirse, iluminaban la negrura de la noche, en un tono azul celeste hermoso.

- Que sepas que has estropeado uno de mis cuchillos favoritos, ahora está todo fundido.

- No haberlo usado -tal y cómo lo recordaba, tan irónico y burlón cómo siempre.

Le di un capirotazo en la mejilla.

- Deberíamos irnos, la policía puede llegar.

- ¿Aquí? No creo -señaló con ambos brazos a su alrededor-. Es un barrio de mala muerte. No le importamos a nadie.

- Vámonos -insistí luego de hacer una última reverencia a los fallecidos.


Deambulamos así por un rato, en silencio, cómo si no tuviéramos nada que contarnos, nada en todas estos años tras su "muerte", nada que recordar, nada de lo que reírse. Tampoco caminamos con ninguna dirección en concreto, al principio pensé que iríamos a su casa, pero luego me di cuenta que no, que ninguno llevaba la voz cantante y más bien, seguíamos el uno al otro.

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