6. No puede ser tan grave

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Gustabo salió de la ducha con una toalla amarrada en la cintura. Amanecía con una ligera llovizna azotando Los Santos, tan leve como gotas de rocío, y el recién nombrado Inspector en Jefe se dedicó a mirarse al espejo con ojo clínico. Saltaban a la vista las imperfecciones más evidentes de su piel, tan antiguas como su edad, que para él era un misterio, pero que existían en su dermis como la prueba irrefutable de sus años transcurridos en el mundo. Una cicatriz más, otra hoja en el calendario.

Tenía, en el área del vientre, la herida más nueva de su repertorio, producto de un imbécil que al verse capturado, decidió llevárselo por delante con un cuchillo. Gustabo hizo una mueca, mientras se estiraba la piel con los dedos y dejaba al descubierto la carne rojiza y marrón. No había sido un apuñalamiento de vida o muerte, pero sí uno que requería atención.

De haber acudido a Castro, seguramente la doctora habría recomendado procedimientos especiales; pero él decidió saltarse una visita al hospital. Era un hombre celoso de su salud, no en el sentido de que tuviera especial cuidado, sino en el aspecto que prefería guardarse los malestares para sí. Llevaba haciéndolo siempre, sobre todo cuando era un niño que tenía que cuidar de un niño todavía más pequeño; en esa situación, tendía a volcar sus energías en Horacio y olvidarse de sí mismo. Era, ya, parte de su forma de supervivencia.

Probablemente su renuencia al hospital era su psicosis hablando, diciéndole que entre más lejos estuviese de ahí, mejor. Clara Castro había demostrado preocuparse por su marido tanto como Gonzalo cuidaba a su mujer y a sus hijos, pero, ¿y si se daba cuenta de que había dejado de tomarse las pastillas? Podía chivarse y volverse un obstáculo.

No reaccionará bien, opinó su cabeza. Y Gustabo asintió, de acuerdo. Luego, tosió, desgarrándose la garganta. Achicó los ojos y se dio cuenta que comenzaba a ver borroso en según qué momentos.

Se le habían juntado dos males. Por un lado, hablaba como si tuviera clavijas metidas en las cuerdas vocales, tosía como un desgraciado y si alguna vez pensó como exagerada la frase de "la fiebre puede freír el cerebro", pues ahora la creía muy cierta. Tenía calor, los escalofríos le atravesaban la espina dorsal y, lo peor, era la flema y los mocos. Tal vez pilló una enfermedad, una gripe de temporada que se había mezclado con alguna infección relacionada a su raja del abdomen, y por ello la calentura le incendiaba la piel.

Mala suerte, se dijo, al tiempo que juntaba gasas para taponarse la herida. No le puso mayor cuidado, a peores cosas había sobrevivido.

Subió las gradas hacia el comedor. Se podía decir que estaba estrenando la habitación que Isidoro muy amablemente le había cedido, porque requería privacidad para sanarse; y era descuidado, pero no tanto como para no advertir lo perjudicial que era dormir en el suelo de una habitación polvorienta con una herida abierta.

—Gustabito —saludó el moreno al verle. Tenía puesto un delantal negro con corazones rojos—. ¿Cómo dormiste en una cama real? A que sienta mejor que la mierda de suelo en la que descansas todos los días.

—Está bien, supongo.

Isidoro (o, mejor dicho, Gonzalito) le dedicó una expresión preocupada.
—Madre mía tu voz, chaval. Para primera vez que usas una cama, y te enfermas.

—Tampoco me lo explico —confesó el rubio—. Se podría decir que tengo anticuerpos que me protegen de los peligros del archivero, pero no de los gérmenes que habitan un colchón. ¿Sabías que están llenos de bichos? Ácaros, cucarachas y esas cosas. Menudo asco.

—Hay peores cosas que eso —recordó Gonzalo—. Pero ven, siéntate, que tu colega te ha preparado el desayuno con el sudor de su frente.

Gonzalito dejó un plato de huevos revueltos frente a García y uno en su propio lugar. Sirvió una taza de café para ambos y se sentó, comiendo con energías. Gustabo pinchó los huevos con el tenedor y tragó un sorbo de café para bajarse el malestar que le producía el olor de la comida. Tal vez, pensó, además tendría parásitos o amibas. La fiebre era un síntoma transversal que estaba casi en todas las enfermedades, y saber cuál en concreto para un no-médico era irrealizable. El rubio decidió que no, no podían ser parásitos, porque estos no explicarían su tos de perro y el ardor de su garganta.

Gustabo García FICLETSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora