14. Sangre de mi sangre

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*Aclaraciones al final

C l e a n e r

Era Lunes. Inicio de semana; lo que significaba una larga jornada de eucaristía en la iglesia. Aún recordaba el versículo para ese día: Ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios. Le pareció un buen mensaje. Pero, cuando abrió los ojos y notó que se encontraba en un cuartucho a oscuras, con polvo y telarañas en las esquinas de las paredes, no pudo evitar preguntar con escepticismo, ¿nada, Señor? ¿Nada?

—Ya despertó este —escuchó que decía alguien—. ¿Qué hago con el otro?

—Hazlo despertar.

Oyó, seguido de esa indicación, algo similar a una bofetada. Se acostumbró a la penumbra y parpadeó, desorientado. Trató de sobarse la mejilla (le ardía como si la bofetada se la hubieran dado a él), más se dio cuenta que sus brazos estaban atados tras su espalda y que le dolían los huesos porque llevaba bastante rato arrodillado e inconsciente. A su izquierda, reconoció el ridículo peluquín color zanahoria de Connor Lawrence. 

El abogado despertó también, pero más ruidoso.
—¿Qué rayos...? ¡¿Dónde estoy?! —Gritó, retorciéndose en las ataduras. Luego le miró—. ¿Padre?

Josecristo asintió, sin atreverse a hacer el mismo escándalo.

Sus secuestradores ni siquiera se habían molestado en presentarse con el rostro cubierto; Jack Conway y Freddy Trucazo iban orgullosamente destapados y estaban de pie en el centro del cuarto. Iban vestidos de negro -tal vez para disimular- y el Superintendente vestía una chaqueta de cuero que Josecristo miró largo rato. El cuero es impermeable, pensó, y es fácil quitarle las manchas de sangre.

De pronto, una luz blanca se encendió y aunque no alcanzaba a iluminar a cabalidad, sí hizo un efecto amedrentador. Ahora tanto el cura como el abogado se sentían empequeñecidos, como lo serían dos hormigas frente a dos gigantes. Josecristo recordó otro versículo, sacado del Salmo 91: El que habita al abrigo del altísimo, morará bajo la sombra del omnipotente.

—Muy buenos días, Pater. El Santísimo le permitió abrir los ojos una vez más... —dijo Jack Conway, con voz trémula e insidiosa. Carecía de la exaltación de siempre y en cambio estaba tranquila, espaciada, al igual que sus movimientos: lentos pero constantes—, pero tenga cuidado, porque puede ser la última.

—Santo Dios, ¿qué hacemos aquí?

Trucazo resopló, apoyado en una mesa de billar que llevaba meses en desuso. Josecristo se atrevería a pensar que estaban en un bar abandonado, dadas las máquinas de juego y los estantes llenos de licor. El Comisario se paseó delante de ambos y a un costado de Conway, como un perro de pelea esperando la señal para comenzar a morder y arañar. Tenía guantes brillantes que refulgían en la luz. Muy seguramente él sería el músico y el Superintendente el maestro de la sinfonía.

—¿No era esto lo que queríais? —Añadió Trucazo—. Llamabais la atención. Tú, padreciño de los cojones, y tu noviecita la abogada. Estabais erre que erre, yendo a comisaría y hablando sandeces que han llegado a nuestros oídos.

—Nosotros no hemos hecho nada que amerite esto —se quejó Lawrence, indignado (y asustado)—. ¡Esto es brutalidad policial! ¡No tenéis derecho, qué cojones!

—Tengo el derecho de callar la boca de los imbéciles, y de arrancarles la lengua si quiero —terció Conway—. Es parecido a lo que usted hace con los pecadores, Padre, alejándolos de lo prohibido. Yo lo haré con vosotros. Dígame, don Cura, ¿qué ocurrió hace cuatro años?

Gustabo García FICLETSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora