"Heredero de la desventura"
Podía cerrar los ojos, y aún me parecía oír la lluvia mientras golpeaba el techo. Podía escuchar las paredes crujir o el olor a pino colándose por la ventana abierta. Podía sentirla llamándome, gritando que volviera a donde pertenezco...
Una casa que parecía tener vida. Escondida en lo más recóndito del mundo, destinada a alojar secretos que aumentan con los años. Destinada a vivir para siempre mientras sus habitantes luchan sólo por sobrevivir.
Hogar, dulce hogar, la mansión Fasseliny. Situada en el fin del mundo, o como todos lo llaman, Valle Ilusión.
Valle Ilusión no era un lugar bello; podría definirlo con todos los antónimos de la palabra belleza y me quedaría corta al tratar de describir semejante lugar.
Era un lugar oscuro, escondido tras dos montañas cubiertas de árboles, musgo y barro. Era mi lugar menos favorito en el mundo y me había esforzado por salir de él.
Situada bajo una colina puntiaguda que siempre estaba cubierta por nubes que parecían devorarla, se encontraba la propiedad más antigua del lugar, mi hogar.
Una mansión que se alzaba entre la oscuridad de los árboles, escondida y alejada del resto del pueblo.
Una mansión que se murmuraba estaba encantada, que podría ser la protagonista de innumerables historias de terror, de esas que cuentan los niños en las fogatas, de las que los ingenuos adultos se proponen negar para intentar no tener miedo.
Historias sobre una maldición que recae en aquellos que habitan aquel gigantesco lugar, sobre la muerte que persigue a una familia.
Nadie podía demostrar la existencia de una maldición; nadie podría demostrar lo contrario.
Tengo miles de recuerdos, pero hay uno en particular que siempre tengo en la mente:
"Una noche de octubre, donde dos niños pequeños, cuyas ilusiones permanecían intactas, se sentaban en el suelo con las rodillas dobladas. Junto a una chimenea que les daba calor en las tardes frías, frente a su anciano abuelo que descansaba sobre un viejo sofá mientras fumaba un puro.
La niña más pequeña lloraba mientras era consolada por su hermano mayor. Este la miraba con lástima. Se habían burlado de ella en la escuela, justo en la semana que habían muerto sus padres.
—¿Qué te dijeron esos niños crueles? —preguntó el anciano.
El niño respondió por ella: —Dijeron que nuestros padres murieron porque estamos malditos. Y luego dijeron que...
—¿Qué dijeron Víctor?
—Dijeron que la mujer de blanco los asesinó —murmuró la niña de cabello rubio y ojos grandes.
El anciano se quedó sin hablar un momento. Luego pareció considerar algo.
—Ven aquí, mi pequeña —le dijo a la niña, se acercó limpiando sus lágrimas y el abuelo la sentó sobre su regazo—. No escuches a esos niños malcriados. A tus padres no los asesinó ningún fantasma. Fue tan sólo mala suerte en un mal día para conducir. No dejes que esos niños te llenen la cabeza con historias de terror; los fantasmas no existen.
—¿De verdad?
—De verdad. No debes temer nunca a los que ya no están; en cambio, de los vivos desconfía; son ellos quienes nos pueden hacer daño; sin saberlo, con sus rumores y temores llevan condenándonos por años. Nosotros somos inocentes; tú eres la más inocente.
—¿Por qué nos odia todo el mundo?
—Este pueblito no es todo el mundo. Le sonrió su abuelo. —Ha de haber en este mundo una persona fuera de esta familia que llegará a amarte, que llegará a verte como a cualquier persona, que note lo brillante de tu corazón; mientras tanto, pequeña, nos queda esperar.
—Mi corazón no es brillante —le señaló la niña.
El pequeño Víctor se rió.
—Porque no puedes verlo. Yo sí que puedo verlo. Brilla tanto que podrías iluminar las tinieblas que envuelven este pueblo.
La niña sonrió.
—Odio este lugar, es basura. Quiero irme de aquí —murmuró Víctor.
—Ahora son muy pequeños para comprender la complejidad que envuelve a esta familia nacida sin suerte, pero confió en que pronto van a entender que un Fasseliny no puede irse de este pueblo. No podemos abandonar los límites de Valle Ilusión, no por mucho tiempo.
—¿Por qué? —preguntó la niña.
El hombre miraba el fuego arder, cuando dijo:
—Porque hay otras maldiciones que no pueden ser descritas.
Se quedaron en silencio. Fue después que el abuelo les contó una historia, y luego los envió a dormir.
Ambos niños recorrieron la enorme mansión hasta llegar a sus habitaciones. La oscuridad y los ruidos de aquel lugar solo le recordaban a la pequeña sus incontables pesadillas.
—Espérame Víctor —le pidió la más pequeña.
—¿No me digas que tienes miedo? El abuelo dijo que los fantasmas no existen.
—Entonces, ¿por qué estás encendiendo todas las luces de la casa?
—Para que no te caigas, tonta.
—Tienes miedo.
—No es cierto.
—Sí tienes miedo.
—Tú tienes miedo.
—¡Yo soy muy valiente Víctor!
—¡Yo también!
—No es cierto.
Ninguno de los dos niños notó que dos siluetas se acercaban por el oscuro pasillo.
—¡Buuu!
Los dos niños saltaron y gritaron.
Un adolescente flacucho de pelo negro azabache salió de la oscuridad; se partía de la risa mientras sostenía su estómago con las manos.
Lo seguía Selene Fasseliny, una adolescente con el mismo rostro de su hermano, solo que más femenino. Ella no se reía. Se veía como siempre con ese rostro despreocupado.
—Te dije que les ibas a provocar un infarto, Fred. Tus bromas ya no son divertidas.
—Vamos, Selene, si fue muy gracioso. Mira sus pequeñas caras.
—¡Eres un tonto tío Fred! —gritaron los pequeños.
Pero él siguió riéndose. Selene simplemente se recargó en la pared del pasillo; llevaba un abrigo rojo muy aseñorado para su edad; también tenía el pelo muy negro; le llegaba a la cintura.
—¿No estarán muy asustados? Nenitos.
—Le diremos al abuelo —lo amenazó Víctor.
—Papá estará muy molesto, Fred —le advirtió Selene.
—Sí, solo era una broma. Ustedes son muy cobardes.
—No es cierto.
—Sí; no es cierto.
—Entonces demuéstrenlo —dijo Fred con una sonrisa.
—No comiences, Frederick —le advirtió Selene.
—Eres mi gemela, no mi madre.
Selene rodó los ojos.
—Ya no creemos en fantasmas —comenzó la pequeña Amelia—. El abuelo dice...
—Bla, bla, cobardes.
—No somos cobardes, cabeza de alcachofa.
—¿No lo son? Entonces vayan al ático. Acabo de robar la llave a mi padre, mientras hablaba con ustedes.
Era la curiosidad de Fred por saber qué había en aquel lugar lo que lo impulsaba a retar a todo el mundo a subir al ático.
—Tenemos prohibido subir ahí —le recordó la pequeña Amelia.
—Si mi padre se entera va a matarte Frederick —le advirtió Selene.
—Ni siquiera tú has subido —dijo Víctor.
—No. Pero así tienen una oportunidad de demostrar que son mejores que nosotros. ¿No les da curiosidad de saber qué hay ahí? Es donde mi padre guarda todos sus secretos.
—Son las pertenencias del abuelo. A él no va a gustarle.
—Gallinas.
—No somos gallinas.
—Entonces demuéstrenlo.
—¿Solo una miradita? —preguntó Víctor.
—Ajá, entran y salen. Solo miren que tesoros esconde mi padre.
—Bien —dijo Víctor. Y Amelia, como buena e inocente hermana, estuvo de acuerdo con él. No iba a dejarlo solo.
Los cuatro se dirigieron a la entrada del ático, una escalera en círculos que daba a una puerta café, vieja y polvosa.
—Adelante —los animó Fred.
—No tienen que hacerlo —les dijo Selene—. Frederick es un imbécil.
—Podemos, nosotros somos valientes.
Los hermanitos se tomaron de las manos. Y subieron las escaleras juntos.
—Recuerda, los fantasmas no existen —le susurró Víctor. Amelia asintió muy segura.
Se movieron hasta que quedaron frente a la puerta café cerrada; se sintieron pequeños frente a la madera que parecía expandirse.
Fue Víctor quien insertó la llave y la giró levemente.
La oscuridad era densa dentro, pero aún así entraron; en ningún momento se soltaron de las manos. Dieron con el interruptor de la luz, un foco colgante que apenas iluminaba un círculo en medio de la habitación. Notaron los muebles viejos, y un enorme cofre de madera...
Se acercaron más y más, hasta que estuvieron bajo la luz. Encontraron unas pequeñas figuras de cristal que semejaban juguetes. Estaban todas sobre un pequeño mueble oscuro. Ninguna tenía polvo a diferencia del lugar. Los hermanos se acercaron a tocarlas; se atrevieron a sonreír mientras veían cada una.
Por un momento, el miedo se fue, solo por un instante antes de que la madera crujiera detrás de ellos, antes de que se giraran al mismo tiempo, y presenciaron el horror en carne propia, hasta que el pequeño corazón de uno se detuvo un momento y ella se desmayó, hasta que el otro salió corriendo en busca de ayuda con gritos horrorizados. Un fantasma en el ático.
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Amor, secretos y fantasmas
ParanormalElla está huyendo de sus fantasmas, sabe que es la heredera de la incalculable fortuna de su familia. En un pueblo pequeño donde se le juzga de estar maldita, ella y toda su familia viven aislados en su mansión llena de secretos, cargando con las co...