CAPÍTULO 6

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  "Navajas de amabilidad"

—Es tan reconfortante volver a donde uno es bienvenido tan calurosamente —dijo Henry Evans, abriendo los brazos teatralmente mientras se sentaba en el viejo sofá del abuelo.

Él apenas había entrado a la sala y ya se respiraba una tensión desconcertante, un aire asesino y un silencio que podría significar cualquier cosa.

Mi familia se caracterizaba por demostrar su enfado con mucho ánimo; era una de las cualidades que admiraba de ellos. Nunca se ocultaban.

Mi tío Phil dio un paso amenazadoramente; estuve a punto de correr y ponerme frente a él. No lo creía capaz de ponerse violento, pero sí de hacer el ridículo, volviéndose un tomate rojo y gigante mientras despotricaba palabritas y perdía toda aquella coherencia que tanto presumía.

Pero no podía estar más lejos de la realidad.

Cuando di un paso frente a mi tío, este me miró como si fuera una demente, me rodeó y, sí, sorpresivamente, mi tío Phil sonrió.

—Henry, Evans —dijo con un tono educado—. No esperábamos verte tan pronto.

Había amabilidad en mi tío. Una mordaz amabilidad que hizo que yo abriera la boca como un pez sin agua. Me compuse rápidamente.

—Seguro que no me esperaban en absoluto —bromeó Henry.

René se raspó la garganta. Henry rodó los ojos.

—Lamentó haber llegado sin avisar; no era mi intensión ser inoportuno.

Inoportuno había sido desde que apareció en nuestras vidas. Un problema que amenazaba a mi familia.

—No eres inoportuno. Después de todo, esto será tuyo.

Oh mierda. La tía Selene, no por favor.

—Todo es de su pertenencia ahora —aseguró Rene—. Henry firmó los documentos esta mañana.

Como si todo el temor expresado en el último mes fuera solo alucinaciones mías, mis familiares se mostraron tranquilos.

—No tuvimos ocasión de presentarnos la vez pasada —habló el tío Fred—. Espero que podamos comenzar de nuevo —se rió—.

La mujer parpadeó muy confundida; por un momento pareció que no sabía que decir. Mi tío Fred solía tener ese efecto en las mujeres.

—René Hale. Abogada y amiga de Henry.

Estiró la mano hacia mi tío. Este la estrechó amablemente.

—Frederick Fasseliny.

—Un placer —se limitó a decir Henry Evans que parecía estar aburriéndose—. Este grandote de acá es Wallas, mi socio.

El tipo serio que parecía medir dos metros asintió y siguió mirando a todos lados como si fuéramos una amenaza.

—La mujer de negro es Doty. El tipo de bigote es Phil. Y mi hermana Selene, creo que ya la conocen, es la que perdió los nervios en la lectura —el tío se rió—. Mis sobrinas, Amelia y la más pequeña Evelyn.

La mirada cautelosa de Henry Evans se posó sobre mí.

—Tú —dijo como si hubiera encontrado la respuesta a algo. Me señalo descaradamente—. Quiero hablar contigo. A solas ahora mismo.

—¿Sobre qué? —preguntó mi tío Fred, quien salió de su papel un momento.

Por un instante toda la atención de mi familia estuvo sobre mí.

—Un asunto privado —sonrió Henry sosteniéndole la mirada—. Es a su sobrina a quien le debo el favor de animarme a venir aquí.

Mierda. Los ojos de mi familia me atravesaron. Eso era poco.

—¿Amelia? —preguntó la tía Selene.

Maldito Henry Evans, como si pudieras odiar a alguien tan fácilmente, por el simple hecho de obligar a mi familia a actuar como peleles lame traseros o por el hecho de cambiar todo a mi alrededor y aún más por sostener mi mirada con descaro y arrogancia... Sus ojos azules no pudieron parecerme más comunes e inexpresivos.

—No sé de qué hablas —dije muy segura, mirando un segundo mis uñas bien arregladas.

Sonrió, como si la situación le pareciera divertida. Lo miré a los ojos sin temor; quería decirle que yo también puedo ser una divertida arrogante.

—Entiendo que las circunstancias son un tanto complicadas —dijo Selene antes de que me abalanzara sobre Henry Evans—. Pero somos sensatos, estamos dispuestos a tomar nuestras cosas y marcharnos ahora mismo.

Henry apartó los ojos de mí por fin. Sonreí. Había ganado esta patética guerra de miradas. Si hubiéramos estado en una...

—No es necesario —dijo rápidamente—. Pensaba tener una conversación amplia y emotiva, pero no soy el mejor siendo el centro de atención, así que iré al grano. Una de las cláusulas del testamento especifica que ustedes pueden disponer de cada uno de los bienes por seis meses. El mismo tiempo que tengo que permanecer aquí, si quiero acceder a todo.

—¿Qué? —preguntó el tío Fred con cierto tono extraño.

René habló por Henry. —Para que mi cliente pueda disponer de la herencia tiene que vivir bajo este techo con ustedes por un lapso de tiempo de seis meses.

—¿Por qué? —preguntó inocentemente la tía Selene.

—Era una de las especificaciones descritas en el testamento; el difunto Gregory Fasseliny así lo quiso.

—Oh qué sorpresa —murmuró Evelyn con una sonrisa.

Al ver la cara de mi prima comprendí todo. Esto no era más que una farsa. Ellos lo sabían todo; habían leído el testamento; tenía un plan entre manos para deshacerse de Henry. En seis meses podían pasar muchas cosas. Ahora solo quedaba preguntarme ¿por qué no había sido tomada en cuenta en el plan?

—Lo hubieran sabido desde aquella tarde, si no se hubieran ido encima de aquel abogado.

—Sí, no te quedas los seis meses. ¿Qué ocurriría? —pregunté.

Él se cruzó de brazos.

—Me quedaré —afirmó él.

—Según la cláusula del testamento. Todo pasaría a manos de su antigua heredera, Amelia Fasseliny —dijo Rene con aire preocupado.

Un sentimiento hermoso reconfortó mi alma vacía y ambiciosa. El abuelo jugaba su juego y aún me ponía en el tablero.

Sonreí triunfante hacia Henry. Como si una amenaza hubiera sido lanzada.

—¿Qué? ¿Por qué solo ella? —preguntó el tío Phil.

—¡Ese maldito! —gritó Evelyn.

—Así estaba escrito en el testamento; según el abogado de su familia, Grigory Fasseliny estaba muy seguro en su decisión —informó René.

El tío Fred permaneció tranquilo; me dio una palmada en la espalda.

—Sorpresivamente es así como mi padre actuaba. Al parecer de una forma u otra no nos quería en el testamento —vociferó el tío Fred.

—Inaceptable, es realmente imprudente.

—¿Tienes algún problema, tío Phil?

Mi tío abrió los ojos para decir algo.

—Aún estoy aquí —nos recordó Henry—. Y pienso quedarme seis meses enteritos. Así que espero que podamos actuar como una familia unida y llena de confianza.

Su tono burlón no podía molestarme más. Su ignorancia lo iba a condenar en este lugar.

—Te aseguro que así será —sonrió la tía Selene; un escalofrío me recorrió la columna. Su sonrisa asesina.

—Serán seis meses muy interesantes —murmuró Evelyn.

—Estábamos cenando —dijo el tío Phil amablemente—. Sería un placer para nosotros si nos acompañaran.

—Yo muero de hambre —dijo Henry Evans.

—Prefiero descansar. Ha sido un viaje interesante el que hemos tenido —dijo la mujer.

—Por supuesto —dijo el tío Fred con una sonrisa—. Amelia y Evelyn vayan y suban las maletas de nuestros invitados a sus habitaciones.

—¿Qué? —dijimos Evelyn y yo al mismo tiempo.

—A las habitaciones que rodean la habitación amarilla —nos ordenó Selene.

Oh no. Esa habitación permanecía cerrada desde que tengo memoria. ¿Por qué? Ahí habían ocurrido demasiadas muertes de mis antepasados. Era aterradora: además de los ruidos de las viejas tuberías, hacía un frío tremendo. En ocasiones parecía temblar en ese lugar, aunque después descubrimos que era la temperatura lo que nos hacía sentirnos mareados.

—¿Habitación amarilla? —preguntó Henry.

—La mejor de la casa. Tiene una vista perfecta a la entrada de la mansión.

—Me quedaré ahí —dijo Henry de inmediato. Pobre imbécil—. Si es la habitación principal, quiero esa.

—Esa será entonces —afirmó Selene—. Chicas, suban el equipaje; los demás acompáñenme a cenar.

Henry Evans clavó su mirada en mí mientras tomaba las maletas de mala gana. Yo no estaba dispuesta a jugar este tonto juego.

—Puedo llevar mis maletas sin problema, no se molesten —dijo él.

—Dejen que mis sobrinas las lleven. Aunque a simple vista parezcan débiles y anémicas, son muy fuertes. Yo mismo las he entrenado en artes marciales.

Rodé los ojos; mi tío Fred se ponía muy hablador cuando estaba nervioso. Y por algún motivo no le quitaba los ojos de encima a Rene.

Seguí a Evelyn a cuestas sobre la escalera. Ni siquiera pude preguntarle que estaba pasando porque la mujer, Rene, llevaba su propia maleta.

—Es aquí —le dije señalando la puerta blanca—. Los calentadores en esta casa a veces fallan. Pero puedes avisarle al tío Fred de cualquier cosa de ese estilo, él siempre...

—Me sorprende conocerte —dijo ella, abriendo la puerta de la habitación, echando un vistazo adentro y luego centró su atención en mí—. Creí que la mentada Amelia que impulsó a mi amigo a venir aquí sería más mayor.

—Yo no hice tal cosa.

Ella se rió. —No sé qué hayas escrito en esa carta, lo suficientemente convincente para volver a Henry un loco necio.

La carta. Ahora entendía todo.

—¿Se trataba de una carta de amor? ¿Quizás?

Casi me voy de espaldas. Que el piso se abriera y me tragara.

—Te aseguró que lo que escribí en esa carta tenía el único propósito de provocar eventos contrarios a estos.

Ella arrugó las cejas.

—No estoy feliz de estar aquí, a diferencia de lo que todos deben de creer.

—¿Entonces qué haces aquí?

—Ayudó a un amigo, a uno muy terco que cuando se le mete algo a la cabeza no hay quien lo haga desistir.

—¿Él te pidió que vinieras? —pregunté amablemente.

—No, por supuesto que no —dijo inmediatamente y me evaluó una vez más—. Ahora si no te importa, quiero descansar.

—¿Te digo algo?

—Adelante.

—Jamás debieron venir aquí.

Ella asintió. Ella se rió.

—Hasta ahora es lo más sincero que he escuchado desde que crucé aquella puerta.

Me encogí de hombros mientras seguía por el pasillo. Encontré a Evelyn en la habitación amarilla. Saltó en cuanto me vio.

—¡Amelia! Casi me da un infarto.

Me di cuenta de la escena. La maleta abierta en el suelo, Evelyn evaluando todo.

—¿Qué haces?

—Lo que ningún cobarde se atrevió a hacer. Ayúdame.

—No me interesa hurgar entre la ropa interior de Henry Evans, gracias.

Las mejillas de Evelyn se pusieron rosadas.

—Entonces vigila la puerta. Yo sola voy a encontrar su punto débil.

Mi casa se estaba volviendo loca. Las acciones de mi familia me lo comprobaban. Volví abajo, al comedor; apenas puse un pie cerca de mi antiguo lugar vi que ya estaba ocupado por el grandote.

—¿Amelia, por qué no vuelves a tocar el piano para nosotros?

—Oh vaya. Tenemos una artista en la familia —se burló Henry Evans.

—Amelia tiene talento —lo animó el tío Fred con orgullo.

—Artista y artes marciales. ¿Hay algo más?

—¿Qué está pasando aquí? —pregunté con enfado a mis tíos.

—Añadiremos su carácter poco tolerante a la lista —bromeó mi tío.

—Tocaré el piano si cierra la boca —le dije a la tía Selene refiriéndome al tío Fred.

El viejo piano y yo compartimos una melodía tranquila. La verdad, solo había accedido a tocar porque quería oír la conversación.

—Como te decía... —continuó la tía Doty—. Tenemos ciertas normas que nos esforzamos por conservar.

—Me encantaría escucharlas, adelante, después de todo pasaré mucho tiempo aquí, y necesito adaptarme.

—En primera, está absolutamente prohibido pisar el bosque después de la media noche. Es muy peligroso.

—En segunda —dijo el tío Fred—. No vayas por ningún motivo al ático, por muy tentador que suene.

Casi me voy de espaldas.

—No me suena para nada tentador. Odio los lugares viejos llenos de polvo.

Casi que suelto una risotada lo disimule con tos...

—Y en tercera... —dijo Selene—. Si llegasen a oír ruidos por la noche y alguien tocase su puerta desesperadamente. No habrá.

Por un momento no creí oír bien. Todas esas advertencias... estaban en nuestra lista, de Victor y mía. Toda nuestra vida se nos había repetido que era producto de nuestra imaginación... ¿Qué estaban tramando?

—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó Henry Evans poniendo los codos sobre la mesa. Se le vio más interesado.

—Bueno... si te lo dijéramos podríamos correr el riesgo de sonar como unos locos supersticiosos.

—Y yo que comenzaba a creer que era algo ilegal —se rió Henry Evans—. ¿Esas advertencias son debido a una superstición?

Selene asintió.

—Creas que hemos perdido el juicio o no. Es nuestro deber advertirte sobre los peligros de este lugar.

—Me siento en una de esas fogatas donde cuentan historias de miedo. Adelante, quiero oírlo.

—No es invento nuestro. Todo el pueblo y los alrededores sabe esta historia —dijo el tío Fred.

—¿Qué historia?

—Déjalo hablar, amigo —el grandote estaba poniendo demasiada atención.

—Se trata de la historia de la viuda de Blanco.

La piel se me erizó. ¿Cómo podían jugar con algo como eso? Algo que sabían me afectaba tanto.

—Ya entiendo, hablan de fantasmas —se burló—. No creo en fantasmas.

—Yo quiero seguir escuchando —dijo el grandote.

—Bueno, muchos viajeros y campistas afirman haber visto la silueta de una mujer vestida de blanco en el bosque. Algunos campistas desaparecen en el bosque y la gente se lo ha otorgado a la viuda de blanco.

—En el pueblo afirman oír su llanto desde la montaña. Un grito lleno de rabia.

—¿Bueno, y en todo caso de qué tenemos que preocuparnos?

—Casi nada. Excepto que la mujer está destinada a perseguir a todo aquel que habite esta casa.

El grandote se había puesto pálido. Henry Evans estaba intrigado, y no borraba esa sonrisa de su cara.

—¿Por qué ensañarse con ustedes?

—Porque murió por culpa de nuestro antepasado. Las leyendas dicen que asesinó a su esposo y a su hija, robándole toda su fortuna, volviéndola loca... Y jurando venganza con todo aquel que lleve el apellido Fasseliny.

—Vaya espectro rencoroso —se burló.

—La cosa es que... en esta casa ocurren sucesos un tanto inexplicables. No te asustes: si algo ocurre, probablemente sea Margaret Montealba.

—¡No digas su nombre en voz alta! —gritó el tío Phil.

Después de un largo minuto de silencio incómodo, mi tía Selene se rió.

—Claro que no dejamos que esa clase de historias afecten nuestras vidas. Son solo cuentos de la gente del pueblo.

—¿Qué hay de esa maldición que la gente del pueblo cree que poseen?

La tía Selene se puso pálida. Una cucharada de su propia medicina. He ahí el punto débil de mis tíos y Henry Evans fue consciente de lo mucho que los afectaba.

—¿Qué clase de cosas has oído sobre nosotros en el pueblo?

—No mucho. Excepto que... están destinados a qué cosas malas les ocurran, y una tontería sobre enamorarse de alguno de ustedes.

Mi tío Phil casi se ahoga con su trago. Mi tío Fred meneó la cabeza, y la tía Doty masajeó sus cien.

—Solo inventos de la gente del pueblo —aseguró Selene.

—Entiendo —dijo Henry Evans muy divertido—. Disculpen que cambie de tema tan abruptamente, pero me gustaría ver los estados de cuenta mañana mismo.

—De esos temas me encargo yo —dijo Selene.

—Te agradecería si pudieras mostrarme los documentos mañana mismo a primera hora... O quizás después; primero necesito rentar un auto...

—No es necesario —dijo el tío Fred—. El sótano está lleno de autos... Seguro que encuentras uno digno de tus necesidades.

—Eso sería genial.

Siguieron hablando sobre autos... A mí me llegó un escalofrío por todo el cuerpo. La lluvia aún golpeaba el ventanal junto a mí, y afuera estaba una oscuridad espesa e intensa.
Un golpe vino de afuera, no tan fuerte como para que los demás lo escucharan. Intente seguir la conversación de los farsantes de mis tíos; pero se me hizo imposible.

Un relámpago golpeó el suelo, tan grande que iluminó el horizonte. Duró tan poco y tanto a la vez, pero sí lo suficiente para ver la pequeña mano contra el cristal... Y la figura de una niña que me veía desde fuera.

—¡Ay! —grité a todo pulmón llena de miedo. El cuerpo se me hizo torpe. En un intento de levantarme del banco donde estaba sentada, se movió conmigo encima. Fui a caer de espaldas contra el suelo. —Ouch.

—¡Amelia! —gritó el tío Fred.

Escuché el rechinar de las sillas antes de que se pusieran de pie.

—Hay alguien detrás del cristal. Acabo de ver... a alguien —dije desde el suelo.

—Imposible —dijo la tía Selene acercándose a mirar de cerca el cristal.

—Vaya susto el que nos has metido, Amelia —dijo el tío Fred.

—Había alguien detrás.

—Wallas ve y hecha un vistazo afuera —dijo Henry Evans a su amigo.

—Ni loco —dijo el grandulón.

Aún estando en el suelo. Henry Evans se acercó cortésmente y me extendió su mano para ayudarme.

—Pareces tan cómoda ahí, que no quisiera interrumpirte. Pero creo que debes levantarte.

Lo miré con repugnancia, pero aún así tomé su mano. Jamás había tomado la mano de un chico. No esperaba que fueran cálidas y que se sintieran duras. Quito el banco primero antes de ayudarme a levantarme con un jalón lleno de fuerza.

—Gracias, supongo.

—Un placer.

El tío Fred se interpuso con cara de diarrea. —¿Estás bien?

Asentí.

—Creo que debes descansar —me aconsejó la tía Selene. Yo estuve de acuerdo.

—Creo que todos deberíamos irnos a descansar.

—Yo aún no —dijo él—. Primero me aseguraré de que no haya nadie a los alrededores.

Se fue rápidamente por el pasillo. — Buenas noches.

El grandote lo siguió.

No espere a que ninguno de mis tíos me hiciera preguntas. Estaba tan molesta con ellos. Que usaran mis más grandes temores para asustar a Henry Evans me parecía de lo más bajo.

Solo esperaba que jugar con lo desconocido no atrajera consecuencias, porque yo iba a ser la única afectada.

Una vez que estuve en mi habitación tomé el medicamento que había olvidado.

...

Desperté pasadas las diez de la mañana. Una consecuencia del medicamento era provocarme mucho sueño. Y hubiera dormido otro poco si no fuera por los ruidos en el ático.

Me quedé quieta. Y después nada.

Me vestí y me puse presentable; ya quería ver cómo era que los intrusos habían pasado su primera noche en este lugar.
Los golpes continuaron. Ahora estaba segura que eran pasos.

Seguí los pasos del techo; el pasillo pareció muy largo. Con la vista en el techo y los oídos concentrados en el ruido, me di cuenta que se detuvieron.

—A ti te buscaba.

El corazón me dio un vuelco; fue inevitable saltar del susto. Casi me fui de espaldas; miré con repugnancia a Henry Evans.

—¿Dónde te escondes en esta casa? Llevo toda la mañana intentando encontrarte.

No respondí; solo podía ver su ropa anticuada y formal. ¿Por qué llevaba ese traje? No era un ejecutivo. Y luego estaban esos mocasines cafés. Se los había visto a los viejos del pueblo. Y luego estaban esas arruguitas arriba en el entrecejo, como si siempre lo llevara fruncido. Un rostro de mandíbula marcada... Nada que no hubiera visto antes en Instagram. Sus ojos azules algo comunes se evaluaron también. Odiaba admitir que era algo... bello.

—Hola —murmuré restándole importancia; miré mis uñas—. O debería decir, hola, impostor.

Para mi sorpresa, él sonrió.

—Ya me temía yo que no fueras a presentar ese valor recio que presentaste tan descortés en la carta.

—Fui muy cortez en aquella carta. A pesar de que era para ti.

Él asintió. —No nos vamos con formalidades. Bien.

—¿Formalidades? —me reí—. Me sorprende mucho que te hayas atrevido a regresar. O debes tener mucho valor o eres muy tonto. Yo sé que tú no eres el heredero.

—Ni una cosa ni la otra. Estoy aquí dando la cara, demostrando que no soy un impostor. Además, debo agradecerte a ti que yo esté aquí.

—¿Por qué a mí? —lo había logrado. Mi curiosidad salió a flote.
—Veras, una tarde estaba muy cómodo en mi oficina, decidido a dejar todo este asunto atrás. Pero entonces llegó tu carta. Fue reconfortante; una clara invitación a tomar procesión de todo esto. Gracias, por abrirme los ojos. Tus palabras ahí escritas se volvieron un reto.

—No hablas en serio.

—¿Sobre lo de olvidar la herencia?

—Ajá.

—Pues claro que sí. A diferencia de todos ustedes, no me importa el dinero.

—Mientes, a todo el mundo le importa. A no ser que ya seas lo suficientemente rico o que seas un tonto.

—Me has llamado tonto dos veces en esta corta conversación. No me gusta que me insulten, si lo que quieres es bajarme la moral, no lo vas a conseguir.

—A mí no me gusta que un extraño llegue de la nada a robar lo que me pertenece.

—Te equivocas.

—¿En qué?

—Ya no te pertenece. Me pertenece a mí; lo siento, florecilla silvestre, yo he ganado.

—¡Eres un impostor!

—No lo soy.

—Tengo una prueba.

—Pues muéstrasela a todo mundo si quieres; me da igual, al final yo seré el dueño de todo.

Lo observé con repugnancia.

—Aún quedan seis largos meses. En ese lapso de tiempo pueden pasar muchas cosas.

—Lo mismo digo —sonrió mientras se recargaba en el umbral de la puerta—. Si quieres mi consejo, deberías cuidarte las espaldas tú también.

—No quiero tu consejo.

—De algo estoy muy seguro, estás personas harían cualquier cosa por no perder la fortuna, eso me queda muy claro. También soy consciente que el primer obstáculo en su ambiciosa partida soy yo. Pero tú eres la segunda.

—Mi familia nunca me hará daño.

—Quizá no; quizá sí. ¿Quién sabe? Yo solo estoy diciendo que te cuides la espalda. Y que no confíes en nadie, a menos que tú ya sepas quien fue la cuarta persona que entró aquella noche, que te golpeó en la cabeza y que posiblemente sea la única persona que conoce la ubicación de tu hermano.

Me quedé pensando. La sangre se me heló.

—¿Tú tampoco crees qué fue Víctor?

—No. Había alguien más en ese lugar, y por eso estoy aquí. Voy a averiguarlo y déjame decirte que soy muy bueno en mi trabajo.

—¿Por qué quieres averiguarlo?

—Quiero saber quien me quiere muerto. De quien debo cuidarme primero y no sé, quizá, devolverle el favor.

Me dio un escalofrío en la columna cuando vi cómo se cruzaba de brazos; tenía manos grandes y gastadas.

—¿Y cuando des con él?

—¿Cómo sabes que es él? —me miró dubitativo.

—Lo estoy suponiendo.

—Sí claro. Cuando sepa quien atentó contra mí, lo llevaré a las autoridades; no soy un loco para hacer cualquier otra cosa por mi cuenta.

—Suerte entonces.

—No necesito suerte, no creo en tal cosa. Confió en mis habilidades y con eso me basta.

—¿No crees en las supersticiones, Henry Evans? —pregunté. Esto sí que era divertido.

—No.

Entonces me reí.

—Pues deberías comenzar a creer. Ya que pareces tan seguro en quedarte estos seis meses, deberías saber que esta familia tiene muchos secretos, y que permanecer ignorante no te ayudará en nada.

—Estoy ansioso por averiguar los secretos de este lugar —me sonrió—. Podría comenzar con los tuyos —dijo con un tono extrañamente juguetón.

Rodé los ojos.

—Yo no tengo secretos, soy una hoja en blanco.

—Imposible. Todo el mundo tiene secretos, solo que algunos saben ocultarlos de mejor manera.

—No te atrevas a meter tus narices en mis asuntos; te aseguro que no soy como ninguna de las personas que conoces; yo no voy a respetarte solo por las influencias que tengas, y no voy a...

—Pero qué carácter, yo solo estaba jugando contigo y de pronto ya estás molesta. Que poco sentido del humor.

—No estoy molesta.

—Imagina si lo estuvieras —dijo para sí mismo—. No puedo asegurarte que mantendré mis narices fuera de tus asuntos, es que de verdad quiero que formemos un vínculo.

—Ni muerta.

—Piénsalo, los dos herederos trabajando juntos, y al final solo uno obtendrá la herencia. En lo que a mí respecta, me resulta estimulante.

—¿Sabes que? Quizá sí deberías inmiscuirte en los secretos de este lugar, y quizá con un poco de suerte te vuelvas loco antes de aquellos seis meses.

—Mi capacidad para permanecer cuerdo es excelente.

—Ya veremos cuando lleves un par de semanas aquí. Como mi concejo, Henry Evans, permanece lo más alejado posible de las habitaciones que permanecen vacías por la noche, no comas ni bebas nada y no confíes en nadie de esta casa.

—¿Es una amenaza?

—Estoy ayudándote.

Henry guardó sus manos en los bolsillos de su pantalón.

—Sí quieres ayudarme en algo. ¿Podrías decirme como tengo que abrir esta puerta?

—Al abuelo no le gustaba que nadie entrara a su estudio. Él solía decir que si eras digno... encontrarías la forma de entrar.

—¿Por qué ustedes lo complican todo?

—¿De qué otra forma íbamos a mantenernos cuerdos en este lugar?

Él no dijo nada después de eso. Y de pronto extendió su mano hacia mí.

—¿Qué haces?

—Me presentó formalmente. Debes estrechar mi mano.

—¿Por qué?

—Es lo que hacen las personas educadas —se raspó la garganta y movió su mano hacia mí.

La estreché apenas. Su mano callosa tomó la mía con ganas.

—Eres raro.

—Al parecer no conoces a muchas personas con modales. Es una suerte que me tengas aquí; las mujeres me consideran caballeroso.

—Pero qué suerte —ironicé—. Pero ya me aburriste. Debo irme. Que tengas buen día, Henry Evans —le dije alejándome.

—Un placer conocerte, Amelia Fasseliny.

Me observó analíticamente mientras desaparecía en el pasillo.

El resto del día no pude evitar fijarme en el tipo grandote que acompañaba a Henry a todo lugar. No dejaba de ver la colección de libros viejos de Víctor en el estante de la biblioteca; se movía de un lugar a otro decidiendo.

—Ni se te ocurra tocar ninguno.

Saltó ante mi presencia. — Solo estaba mirando.

—Lo siento. Mi familia siempre me dice que deje de aparecer como un fantasma. Creo que ya se rindieron.

—¿Merodean por toda la casa? Tengo la sensación de ser observado todo el tiempo.

—No. Cada quien está siempre en su asunto.

Él asintió.

—Esta colección es buenísima, son primeras y segundas ediciones.

—Como sea. ¿Cómo te llamas?

—Wallas.

—Soy Amelia. ¿Por qué estás aquí, Wally?

—Soy Wallas. Un amigo mío necesitaba de mi ayuda. Y no podía quedar mal con él.

—¿Henry es tu amigo?

—Somos socios.

—¡Amelia! —me gritó Evelyn desde las escaleras—. ¿Podrías venir un momento?

—Esta es mi colección —le dije al grandísimo—. De esta parte hacia acá, está prohibida, es de mi hermano. Puedes usar los míos; jamás los leo.

—Genial, gracias.

Me encogí de hombros mientras me acercaba a Evelyn que me miraba molesta.

—¿Qué pasa? —le pregunté cuando estuve junto a ella.

—No debes hablar con los invasores. La tía Selene dijo...

—A la mierda con sus estúpidos planes. Me dejaron fuera de lo que sea que estén tramando. No tengo porque tener consideraciones con ustedes.

La cara de Evelyn me mostró culpa. Dudo antes de contestar.

—Te dejamos fuera porque te conocemos, siempre piensas en los demás y no podrías con la culpa después.

—Tengo la impresión de que ya no me conocen en lo absoluto. No me molestes, Evelyn.

—Solo estamos intentando hacer algo por esta familia.

—Entonces dime que están intentando hacer.

—El plan Canterville —soltó con una sonrisa.

¿Dónde había escuchado ese apellido? El viejo libro del abuelo.

—Son unos imbéciles si creen que algo como eso puede funcionar en la vida real.

—Va a funcionar. Dentro de seis meses no habrá rastro de los intrusos. Nadie resiste el terror psicológico tanto tiempo.

—¿Siquiera sabes como termina ese libro?

—Al tío Fred se le ocurrió llamarlo así.

—Y dejaron fuera a la desequilibrada. Conmigo no cuenten en absoluto.

—¿Por qué?

—Están usando mis malditas alucinaciones a su favor. Me están excluyendo por mis problemas mentales y no solo eso. ¿Qué harán después conmigo?

—¿Qué?

—Si consiguen que Henry Evans se vaya de aquí antes de los seis meses. Seguiré yo. ¿Cuál será el nombre del plan para deshacerse de mí?

Evelyn se congeló. No quise seguir hablando con ella.

Mi casa se convertiría en un campo de batalla, donde el premio era la herencia y la derrota la locura misma.

Amor, secretos y fantasmasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora