CAPÍTULO 25

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"Otra clase de riqueza"

Un mes después.


Llevar bebidas en una bandeja se me daba de maravilla. Me encontraba feliz en mi nuevo empleo, y sorprendentemente la gente estaba comenzando a tratarme con normalidad. Aunque aún había uno que otro que se negaba a ser atendido por mí.

—¿Puedo tomar su orden? —le pregunté a una pareja y sonreí abiertamente. Me miraron con una mueca y ordenaron su bebida.

Chelsea me sonrió desde la barra y levantó sus pulgares para mí. Ella me había conseguido el empleo.

Había ocurrido lo impensable. Trabajaba en la cafetería con Chelsea, ganando el sueldo mínimo y deseando haber estudiado finanzas o haber estudiado algo.

Pero sorprendentemente, me resultaba fascinante. Podía poner la música que yo quisiera en el altavoz; jamás estaba sola; siempre había gente al lado mío contando experiencias de vida, de sus parejas, de sus estudios, de una vida libre.

Y por las tardes jamás terminaba cansada; aunque los zapatos altos llegaban a cansarme, jamás dejaría de usarlos. Despertaba al día siguiente ansiosa por volver.

Aquella mañana la cafetería estaba casi llena, y unas adolescentes que me llamaban desde una de las mesas no dejaban de ver mis zapatos.

—Son unos Jimmy Choo —les dije.

—Lo sabemos. Pero... ¿Por qué los usas para trabajar aquí?

No lo había pensado.

—Porque puedo.

Me encogí de hombros.

Seguí con mi labor; tuve unos minutos para descansar en la barra junto a Chelsea.

—Me siento de la mierda —admitió. Estaba pálida.

—¿Tus náuseas continúan?

—Sí. No he podido probar un bocado. Esta mañana casi vomitó al ver el estofado de mi madre, y casi me hecho a llorar cuando lo preparó especialmente para mí y no lo comí. Últimamente estoy muy sensible.

—¿Sabes que mi tío Fred es médico? Él podría atenderte sin cobrar.

—No me habla.

—¿Cuando vas a contarme lo que pasa con él?

—Me da vergüenza.

Rodee los ojos. Entonces le hice una broma:

—Muchas veces acompañé a mi tío Fred en el hospital. Varias mujeres que visitaron su consultorio con tus mismos síntomas él las enviaba con un ginecólogo.

Esperaba que rodara los ojos o hasta se molestara. Pero no. Se puso más pálida y abrió los ojos como platos.

—¿Chelsea?

—No me ha venido la regla.

Me reí. Su cara seria me dijo que era una broma.

—Seguro que es por el estrés —dijo para sí—. Seguro que es por eso.

—Ve a comprar una maldita prueba.

—No, ni loca. El dueño es amigo de mi familia... Me matarían.

—Yo puedo hacerlo. Me importa una mierda lo que piensen estas personas.

—Pero no tiene caso —dijo, presa del pánico—. Seguro que es por el estrés.

—Pues tu bolita de estrés puede que tenga el apellido de mi tío Fred.

Chelsea se aferró a la barra y tosió.

—Ve y cómprala; te lo suplico.

Cuando llegó mi hora de almuerzo caminé directo a la farmacia. Estaba a unos cuantos metros en la misma calle; evité mirar a toda costa el negocio de Henry Evans. Estaba cerrador por suerte. Llevaba cerrado un tiempo.

Estaba por entrar a la farmacia cuando Edmund Ravened me abordó...

—Amelia. ¿Cómo estás?

—Hola E. Sigo existiendo. ¿Cómo está Elliot?

—De maravilla en el lugar que le recomendaste.

Elliot había sido ingresado en el sitio de ayuda donde yo había estado internada.

—Ya lo extraño.

—Sí, bueno. Sloane aún llora por las noches.

Me reí. Entró junto conmigo a la farmacia. Necesitaba perderlo rápidamente para guardar el secreto de Chelsea. Escuchamos la campanilla de la puerta.

Edmund me sonrió con su adorable sonrisa.

—Amelia, mis padres van a dar una fiesta —dijo—. Estás invitada. Puedes ir conmigo si quieres.

—Ya no te avergüenzas de mí —dije con ironía.

—Fui un imbecil. Perdóname por favor. Me arrepiento tanto de haber actuado de esa forma... Es que no dejó de pensar en qué hubiera pasado si yo hubiera sido más valiente. Quizás nosotros hubiéramos ido más allá, quizá casarnos y formar una familia. No sabes lo mucho que pienso en él hubiera.

Se pasó las manos por el pelo.

Suspiré. Puse mi mano en su mejilla.

—Edmund, cariño, lo nuestro jamás estuvo destinado a funcionar. Eres un chico apuesto e inteligente. Y por supuesto que te perdono. Pero nosotros no tenemos un final feliz.

—Entiendo —dijo y se forzó a sonreír—. Tuve mi oportunidad. Al menos podemos ser amigos.

—Podemos ser amigos —confirmé.

Él sonrió.

—Bien, ahora tengo que irme. Sigues invitada a la fiesta, ojalá no faltes.

—Gracias, que lindo, Edmund.

Él asintió.

—Te veo luego, Amelia.

—Adiós, E.

Suspiré y traté de deshacerme de la sensación de incomodidad.

—Esa sí que es una forma elegante de mandar a alguien a la mierda. Despiadada, Amelia.

Venía de mi espalda. Esa voz tortuosa de mis sueños y pesadillas. Le di la cara.

Recargado de pie junto a un estante me observaba Henry Evans. Sus brazos permanecían cruzados. Llevaba lentes de sol y ropa oscura. Su mandíbula apretada y su rostro en dirección a mí.

Ni siquiera pude seguir mirándolo. Mi odio se incrementaba a cada día que se atrevía a poner un pie cerca de mí. Usualmente visitaba la cafetería; pedía un café americano, pero terminaba poniéndole azúcar y crema y luego se largaba.

Lo ignoré y seguí con mi misión.

—Pensé que les había dicho a ti y a tu familia que se fueran de aquí.

—Deja de seguirme, maldito psicopata. No vas a conseguir que me vaya de este pueblo.

—Alguien está de malas. Y yo que estaba de buen humor. Te vez más hermosa estando furiosa. El tipo Ravened no es tonto.

—¿Necesitas algo? ¿Por qué sigues hablándome?

—Tu desprecio me corta como dagas furiosas, mi querida Amelia.

Sonrió. Se atrevía a sonreír.

—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó la mujer detrás del mostrador.

—¿Vas a ir a la fiesta de Ravened? —me preguntó Evans invadiendo mi espacio de nuevo.

—Una prueba de embarazo por favor.

Fue suficiente para que la mujer asintiera y se fuera. Evans a mi lado se volvió una piedra. No comprendí el por qué se quitó las gafas y me miró directamente. Estaba pálido y sus ojos se movían de mi rostro y luego el vientre.

Entonces entendí.

—Aquí tienes —dijo la mujer dándome la caja a través del mostrador. La tomé en mis manos y le di el dinero en efectivo.

Me di la media vuelta y no mire atrás. Él se movió rápidamente, impidiendome el paso. Sus ojos verdes buscaron los míos.

—Amelia... ¿Tú estás...? —su mirada en mi vientre—. Contéstame.

—Entonces has una pregunta coherente, imbecil.

—Existe la posibilidad. No habías estado con nadie; me di cuenta. Solo conmigo. ¿Amelia, estás esperando un hijo mío?

En sus ojos había un brillo extraño.

—Sería un castigo digno para ti —le dije—. ¿Qué cambiaría eso?

—Lo cambiaría todo.

—No es mía. Estoy comprándola por alguien más. Y solo te lo digo para que no te hagas historias en tu cabeza donde me incluyan. Puedes irte directo a la...

—Amelia Fasseliny; ese lenguaje no es propio de ti.

Levante mi dedo de en medio para él. Y me fui de ese lugar.

Cuando llegue a la cafetería, le lance la prueba a Chelsea.

—Tienes razón. Es un embrollo comprar estas cosas en este lugar. Pueblo chico, infierno grande.

No me hizo preguntas por suerte.

Amor, secretos y fantasmasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora