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Vas a morir. Despídete del mundo. El sábado cinco de marzo será tu último día.

No cabía duda de que el mensaje era perturbador.

De todos modos no pude tomármelo muy en serio y así se lo comuniqué a quien, para esas alturas, veía como una «futura no-cliente».

—¡Elenita Giacomo recibió la misma nota! —chilló ella con voz temblorosa—, ¡La diferencia estaba en la fecha, que era el viernes cuatro de febrero! ¡Y ese mismo día murió, la pobrecita! ¡Igual ocurrió con Fabián Soria!

Crucé una mirada fugaz con Imotrid, quien, desde el marco de la puerta donde estaba apoyada, lo escuchaba todo. En un gesto breve, mi secretaria asintió con la cabeza. Era su señal de que debía aceptar el caso. Aunque confío en su instinto aventurero, sobre todo porque los jóvenes guardan cierta inocencia frente a hechos ante los cuales los adultos solemos ser estúpidamente escépticos, debía pensarlo. Ese instinto, más de una vez, nos ha metido en problemas.

—¿Dieron parte a la policía? —pregunté a quien venía con intención de contratarnos.

—¡Claro! ¡Y los muy tontos dicen que se suicidaron! De Fabián Soria es posible, el pobre perdió a su mujer y a su hijo el año pasado y andaba muy deprimido, el pobre. ¡Pero de Elenita nadie puede decir eso! ¡Era mi amiga! ¡La conocía muy bien, ni por casualidad se le hubiera cruzado por la cabeza matarse! ¡Lo que más me asusta, señor Lamadrid, es que faltan unos quince días para el cinco de marzo! ¡Le juro que yo no tengo la menor intención de quitarme la vida!

Suspiré profundo y sopesé la situación. Del alivio que había sentido aquel mediodía, cuando Alejandra Pardo entró en el despacho, había pasado a la incertidumbre de no distinguir si era todo una broma o si, de ser cierto, debía dejárselo a la policía.

Pero era incuestionable que necesitábamos trabajar.  Ya estaba perdiendo las esperanzas de que alguien se dignara a contratarnos, aunque sea para encontrar un perro perdido.

Imotrid se la pasaba haciendo globos de chicle mientras tecleaba en el celular. Ni siquiera podía reprenderla, ya que llevaba retrasado el pago de su salario. Era hija de una vieja amiga mía que lo único que deseaba era encarrilarla. Según ella, la chica era una vaga sin remedio, no quería estudiar, no le interesaba el futuro y alguna vez le había soltado, en medio de una de las tantas discusiones que tenían, que ni siquiera soñaba con casarse y tener hijos. «Solo me falta que se haya vuelto lesbiana», se había quejado mi amiga como remate en aquella charla.

Tras armarme de paciencia y explicarle que nadie se vuelve homosexual sino que es una condición que viene con uno, acordamos que intentaría ayudarla dándole empleo.

A mi modo de ver, Imotrid no era, ni más ni menos, que una chica corriente de diecinueve años con una especie de «síndrome de apatía», como llamo yo a ese estado en el que entran los adolescentes cuando no tienen idea de lo que quieren para sus existencias y se sienten fustigados por la familia para que hagan esto o aquello. Como resultado, el adolescente en cuestión no sabe para dónde correr.

Intentar cumplir las expectativas que ciertos padres ponen en los hijos, suele ser frustrante para una persona tan joven.

Cabe destacar que la pobre no tiene otra familia más que su madre, mi amiga Carlota; y su tía Ignacia, tan exigente y pica sesos como aquella.

El caso es que, sin valentía suficiente como para dar un portazo, mandarse a mudar y, al menos, hacer el intento de valerse por sí misma; ni ganas de permanecer todo el día en casa —no hay demasiado para hacer en Almafuerte cuando se tiene menos de treinta—, aceptó el puesto de secretaria que le ofrecí.

RiscosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora