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Mientras conducía sin saber bien hacia dónde, recordaba al profesor Maciel y sus gritos: «¡Tenemos que descubrir quién maneja los hilos!». 

Me preguntaba si le habría sucedido lo mismo que a nosotros ¿Había hecho aquel mismo monstruoso viaje en el tiempo? ¿O —recuerden que me costaba creer que fuera real—, habría alguien jugado con su cabeza como lo hacía con nosotros? De ser así, la teoría de la «gran simulación» no se mostraba tan descabellada. Es decir, si de verdad algún ente, o algún ser, podía estimular nuestros cerebros de manera tal que llegásemos a dudar del tiempo en el que vivíamos, bien podíamos admitir que nuestra existencia no es real. 

Eran cuestiones para volver loco a cualquiera, admití. Y entonces me compadecí del profesor Maciel.  

—Tenemos que encontrar el modo de salir de acá —repetí, con algo de desesperación.

—Si todo esto es cierto —deslizó mi compañera—, significa que todos nuestros conocidos están muertos ahora, ¿verdad?

—No quiero ni pensarlo.

—Pero, si logramos regresar, estarán vivos.

—Eso espero. —Por mi mente cruzaron cada uno de los miembros de mi escasa familia: mi primo, Héctor, su esposa y la pequeña beba de ambos. La tía Amanda, que rondaba ya los noventa.  Y mi amigo Franco. ¡Quería volver a verlos!

—Lamadrid, ¡tenemos que averiguar más sobre esta época! —gritó Imotrid borrando de un plumazo mis recuerdos.

—¡Dios mío! ¿De verdad, crees que esto es real?

—Si no lo es, es un sueño bastante loco, ¿no le parece? ¡Menuda droga debe habernos dado la Susy! ¡Para ser prototipo aprendió bastante! ¿Actualizó su teléfono?

—No, ni pienso hacerlo. No significa nada. Los teléfonos se hackean.

—¿Y por qué alguien querría hackear nuestros aparatos? ¡No somos nadie! ¡No tenemos un peso!

Tenía razón.

—Si esto es real —reflexioné—, tenemos datos que nadie más tiene. Si es verdad que estamos en el 3022, tenemos información del pasado que, supongo, será valiosa en esta época. Pero, si regresamos a dos mil veintidós, tendremos información del futuro, lo cual no es poca cos... ¡Pero qué estoy diciendo! ¡Tenemos que salir de aquí! —Giré el volante y comencé a buscar a Luis; en algún lugar debía estar. Una parte de mí se sentía fascinado ante los cambios, otra se resistía a los mismos—. No entiendo nada —admití—. ¿Por qué las muertes? ¿Por qué los suicidios? ¿Qué son esas placas que tenían los muertos en la nuca? —Imotrid permaneció en silencio—. Acá está —dije al llegar adonde quería.

La caseta estaba, en efecto. Pero no igual. Las paredes eran de cristal polarizado y contenían placas con botones. El alambrado seguía rodeando el predio, aunque dispuesto de una forma mucho más simétrica, con su cableado interno y sus lucecitas blancas que —lo comprobamos en aquel momento— hacían sonar una alarma cuando uno se acercaba. 

Y nos habíamos acercado.

—¡Dios! ¡Esto parece una cárcel! —gritó mi secretaria—. ¡Tiene que haber una forma de salir! ¿Por qué no intenta comunicarse con Santoro?

—¿En qué quedamos? ¿Crees o no crees lo del cambio de tiempo? ¡Si estamos mil años adelante, Santoro será cenizas! Toma, por las dudas. —Le alargué el teléfono mientras intentaba alejarme de la odiosa cerca que chillaba como loca. Imotrid lo encendió y lo arrojó al asiento trasero con frustración.

—No funciona si no se actualiza.

—Vamos a hacer una cosa —propuse—. ¿Viste Volver al futuro?

RiscosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora