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El portón de seguridad se abrió ni bien llegamos. Ni siquiera hubo necesidad de detener el auto. Al traspasarlo, advertimos que todo estaba igual; los campos de los alrededores seguían tan verdes como a nuestro arribo y el sol brillaba de la misma forma. No pudimos evitar, sin embargo, levantar la mirada al cielo haciendo visera con las manos; si había una esfera Dyson, no la notamos. Viajamos en silencio hasta que un sonido familiar nos sorprendió desde la cajuela frente a Imotrid.

—¡Es mi celular! —gritó. Y abrió la puertecilla. En efecto, el aparato sonaba como si nada hubiese ocurrido.

—¿¡No lo tiraste!? —Intentar comprender y saberme fuera de lógica, eran una sola y aterradora idea.

—¡No! —replicó ella extasiada—. ¡Eso será dentro de mil años! ¡Hemos regresado a 2022! ¡Hola! —atendió—. ¿Mami? Sí estamos bien, regresando... No, no te preocupes, nos entretuvimos más de la cuenta... Sí, ya sé. Ahora nos vemos.

Era la primera vez que veía a la chiquilla emocionarse. Debo confesar que también derramé unas lágrimas al caer en cuenta que estábamos de nuevo en nuestro nunca reconocido, hermoso y perfecto universo. 

Aunque seguíamos sin tener idea de, si lo vivido, había sido real o una gran simulación —o viceversa—, nos sentíamos dichosos por haber retornado.

Aunque seguíamos sin tener idea de, si lo vivido, había sido real o una gran simulación —o viceversa—, nos sentíamos dichosos por haber retornado

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La sorpresa de Carlota ante el cálido abrazo de su hija fue, sin duda, emotivo. Ignacia, en cambio, permaneció distante. De todos modos, sonrió de oreja a oreja al ver a su sobrina a salvo.

—¿Tanto nos demoramos? —pregunté. De verdad no tenía idea del tiempo que había transcurrido desde nuestra partida.

—¡Se fueron ayer! —protestó Carlota dándome una palmada en el brazo a modo de reproche—. No nos hubiéramos preocupado si no fuera porque no llamaron ni contestaban los teléfonos. ¡Tuvimos miedo de que les hubiera pasado algo malo! ¿O no, Nacha?

Ignacia asintió dejándose caer en la mecedora.

—Estamos bien —respondió Imotrid con una inusual dulzura en la voz.

—Bueno, siéntese. Les serviré un poco de guisado de carne que quedó de anoche. ¡Hasta los esperaba a cenar! —continuó Carlota con sus reproches.

Luego de asearnos rápidamente, nos sentamos a la mesa y devoramos nuestros platos. El hambre que traíamos era indescriptible. Ignacia, algo más lejos, fumaba con deleite. En algún momento, nuestras miradas se cruzaron y una sensación extraña me recorrió la espina. Los ojillos pardos, vivarachos, de la anciana me dejaron intuir que sabía algo que yo no. 

—¿Resolvieron el caso? —preguntó Carlota con alegría, como si diera por sentado que sí.

—No —respondimos su hija y yo, al unísono.

—Bueno, ya lo harán. Y si tienen que regresar a ese pueblo, por favor, no olviden avisar que están bien o que se quedarán unos días más.

—¡No regresaremos! —afirmamos en nueva coincidencia.

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