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—¡Rosenkrauss! —grité en ni bien abandonamos la oficina. Es que había recordado de dónde me sonaba el nombre—. ¡Tú tienes un oficial con ese apellido!

—¡Shhh, no grites! —me reprendió Santoro, y agregó en un susurro ofuscado—: ¡Acá no hay ningún agente con ese apellido!

—¿Vázquez?

—Tampoco.

—¿Y quiénes fueron los oficiales que acudieron a nosotros cuando se mató aquella mujer en los acantilados?

—¡Ah, ahora que me lo recuerdas! De eso, precisamente, tenía que hablarles. Cuando los agentes Leiva y Cruz llegaron, ustedes ya no estaban. Tampoco había un cadáver, por supuesto. ¿Pueden explicarlo?

Imotrid y yo cruzamos miradas de desconcierto.

—Entonces.... —vaciló ella—. ¿Quiénes eran esos tipos?

—¿Cuáles tipos?

—Los poli...

—¡No tiene importancia! —interrumpí. Me ponen nervioso las explicaciones vanas cuando ya se sabe que no conducirán a nada. Era obvio que habíamos sido engañados por impostores y que, tal vez por eso, no se habían atrevido a incautar el teléfono de Imotrid—. Aparecieron dos supuestos policías y uno de ellos dijo apellidarse Rosenkrauss —expliqué rápidamente y sin esperar réplica—. ¿Qué edad tiene el científico que los convocó para el Human Test

—Ni idea —manifestó Santoro—, debe andar por los cincuenta, calculo; tal vez un poco más. ¡Pero tiene un hijo que ronda los treinta y pocos!

—¿Se parece a Shrek? —preguntó Imotrid.

Santoro la fulminó con la mirada, aunque enseguida se recompuso, pensativo.

—Ahora que lo dices..., no se parece exactamente, pero...

—¡Si le pones cuernitos a los lados y lo pintas de verde, es igual! —exclamó Ignacia riendo—. ¡Aunque el hijo de Rosenkrauss tiene pelo!

—Entonces, quien se hizo pasar por policía fue el hijo del científico... ¿Con qué fin? —me pregunté en voz alta.

—No lo sé —contestó Imotrid con un suspiro de cansancio—. Tal vez mañana, el profesor Maciel nos aclare las cosas.

Las calles de Almafuerte me parecieron más bellas que nunca

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Las calles de Almafuerte me parecieron más bellas que nunca. No podía hacerme a la idea de que, algún día, cuando ya ninguno de nosotros existiéramos, aquel lugar tampoco estaría; al menos no tal como se veía en aquel momento, con sus angostas avenidas de orgullosos edificios que se creían modernos y el parque ecológico donde un cartel imploraba que se cuidara a las especies que habitaban allí. Mil años adelante, todo aquello se habría transformado en el «Distrito Doce Cuarenta y uno» y se habría convertido en una maraña de asfalto brillante de construcciones espejadas y las «especies» serían meras consciencias artificiales. O eso creía yo, ya que en nuestro absurdo viaje al futuro solo habíamos permanecido en lo que ahora se conocía como Riscos. Me prometí entonces que, si de algún modo regresábamos al año tres mil veintidós, indagaría lo que pudiese sobre aquel tiempo que, al día de hoy, resulta tan lejano e imposible de conocer por otros medios.

RiscosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora