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Lo primero que vi al despertar fue el rostro amable de la señorita Pardo. Después, la detestable sonrisa de Susy. 

—¡Ay, señor Lamadrid! —exclamó Alejandra al tiempo que me ayudaba a incorporarme—. ¡Qué bueno que despierte al fin! —Reconocí de inmediato la suite en la que nos hospedábamos, en su casa. Alguien —no quise pensar quién— me había desvestido y metido en la cama.

—¿Dónde está Imotrid? —pregunté con terror.

—¡Acá! —respondió mi secretaria sentándose de un salto a mi lado.

—¿Estás bien?

—Yo sí. El que quedó medio knock out es usted. —No había emoción en su rostro, lo cual era buena señal. No creo haber mencionado antes que Imotrid pocas veces sonríe, su expresión es más bien como la de un gato: siempre alerta, pero indiferente.

—Buen golpe se dio —señaló Susy con las manos cruzadas sobre el vientre—. Lo dejaremos que descanse. En unos momentos, les subiré algo de comer.

—¡Muchas gracias, señor Lamadrid! —susurró Alejandra con una mirada que mezcló ternura con algo que, en aquel momento, no pude definir. Ahora sé que ella lo sabía. Su palma, pequeña y suave, acarició mi mejilla.

—¿Se asustó? —me preguntó Imotrid ni bien nos dejaron a solas.

—¡Claro! ¿Tú no?

—Un poco.

—¿Qué fue lo que sucedió?

—No tengo la más pálida idea. Hay algo muy horrible en este lugar y usted y yo tenemos que descubrirlo. —Mientras hablaba se acomodó a mi lado, medio acostada sobre el acolchado, con la espalda en la cabecera de la cama, las piernas estiradas y los pies cruzados. Tecleaba en un móvil que no era el habitual; al de ella lo reconocía por unas pegatinas que tenía en el reverso.

—¿De dónde sacaste ese aparato?

—Es el suyo. Al mío lo apagué por las dudas. Tiene que poner una clave, Lamadrid, o cualquiera puede agarrarlo y conocer su secretos. —Antes de que pudiera, siquiera, asombrarme de que lo estuviera usando como si nada, agregó en voz baja—: ¿Se dio cuenta de que cuando estamos en esta casa respiramos mejor? —Se apoyó en el codo derecho para acercarse a mi oído—: Estuve investigando y no encontré ningún sistema de ventilación.

—¿Cuánto hace que estamos acá? ¿Cómo regresamos? ¿Le contaste a alguien de la mujer que se suicidó?

—Nos rescató Luis, el de la casilla de entrada, ¿recuerda? Hace un par de horas. Cómo se enteró de que estábamos en problemas, no lo sé, pero ni bien pasó la tormenta esa, apareció. Bajó hasta donde estaba yo en dos trancos, me levantó como a un saco de patatas y subió de la misma forma. Me depositó en su camioneta y después hizo lo mismo con usted. Solo que usted estaba desmayado. ¡Pero no sabe! ¡Lo levantó como si no pesara nada! ¡Tiene una fuerza, ese tipo!

—¿Dijo algo?

—Que Riscos no es para cualquiera. Le pregunté por qué suceden esas tormentas; «es algo que siempre ocurre», me respondió. No le creí, por supuesto, tiene que haber una explicación y no me la quiso dar. ¡Ah! Y, ¿a que no sabe lo mejor?

—¡No me digas que se «suicidó» alguien más!

—De momento no. Escuche: la Susy esa, ¡nos esperaba como quien espera a la tía que viene a tomar el té!  Con su sonrisita tonta y una amabilidad que, para mí, es súper fingida. En cambio, Alejandra ¡tenía una cara! ¡Parecía que en cualquier momento se iba a echar a llorar!

¡Eso era lo que me había insinuado la mirada de Alejandra Pardo! Ganas de llorar. La pobrecita tenía las lágrimas a las puertas de los ojos. ¡Claro! Nos acercábamos a su fecha y no resolvíamos nada! Iba a comentárselo a mi secretaria cuando se abrió la puerta y entró Susy con una bandeja.

RiscosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora