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Santoro actuaba como si escondiera mercadería de contrabando cuando nos hizo entrar a la oficina. Con la puerta entreabierta, oteó en todas direcciones. Incluso, se deshizo de dos de sus agentes, cuyos escritorios se encontraban cerca, enviándolos a recorrer las calles.

—¡Tenemos papeleo que cumplir! —protestó uno de ellos—. ¡No es nuestro horario de patrullar!

—¡No me importa! ¡Vayan igual! ¡El crimen no espera! —farfulló el comisario—. ¿Y ustedes que miran! ¡Sigan trabajando! —le gritó al resto. Luego cerró y acercó dos sillas, una para Ignacia y otra para Carlota. Se disculpó con Imotrid y conmigo por no disponer de más.

—No se preocupe —dijo mi secretaria que, durante el trayecto, no había pronunciado palabra alguna—. Venimos a hacer una denuncia.

Sus tres acompañantes la miramos sorprendidos.

—Muy bien —repuso Santoro con un suspiro—. ¿Qué sucedió?

—Mi tía Ignacia ha recibido una nota donde dice que morirá mañana.

Tanto la mencionada como Carlota y yo nos mantuvimos en silencio.

—¿¡Usted vive en Riscos!? —preguntó, atónito, el comisario.

Ignacia negó con la cabeza. Imotrid continuó:

—Y, mi madre, se encontró con el profesor Maciel en el mercado. Él la amenazó.

Mientras Carlota abría los ojos como el dos de oro, yo comencé a intuir lo que tramaba mi joven asistente.

—¿Cómo que la amenazó? ¿Qué le dijo? —inquirió Santoro mirando a la madre de la chica de hito en hito.

—Bueno, eeehhh, ya sabe, lo mismo de siempre... que si no voy a...

—Que le va a llegar la famosa notita a ella también —intervino la joven. Y agregó, con el índice levantado—. Le aclaro que también a mí me entregaron la sentencia de muerte.

—¡Hija! —exclamó Carlota, horrorizada.

Santoro apoyó los codos en el escritorio y se tapó la boca con las manos.

—Escuchen —dijo en voz baja, los ojos clavados en mí—: No les va a pasar nada siempre y cuando no se quiten las placas.

—¡Estaba segura de que sabía algo más! —exclamó Imotrid, triunfante. —¿Qué placas?

El hombre la miró con reproche.

—¡Unas! ¡Como la que que estaba inserta en la herida que estúpidamente fotografiaste en Felipe Ríos!

—¿Que hiciste qué? —se sorprendió Carlota.

—¡Calla, mamá!

—Una como esta —Ignacia se levantó el cabello mostrando la nuca. Luego sonrió—. Ventajas de ser una Test Human.

—¡Cállate, Ignacia! —reprendió Santoro.

—¿Pero no te das cuenta? —exclamó ella entre carcajadas—. ¡Acaban de regresar! ¡Pertenecen a los Treinta y uno!

—¿¡De verdad!? —El comisario no cabía en sí de la sorpresa.

—¿Tú también...? —balbuceé.

—No. —Santoro dio un golpe con las palmas sobre el escritorio, resignado. A esas alturas, ya no tenía sentido esconder nada. —Ni Ignacia ni yo hemos «viajado en el tiempo» —explicó, marcando las comillas con los dedos—. Por eso no podemos creer tantas estupideces, pero sí nos hemos inscripto en un programa llamado Test Human.

RiscosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora