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Tras hallar una nota dirigida a su esposa pidiéndole perdón y deseándole lo mejor, no cabía duda de que Felipe Ríos se había suicidado. El único motivo que encontraban sus allegados para tan drástica decisión —él no lo especificaba en el escrito— era la depresión provocada por el reciente fallecimiento de su madre tras una penosa enfermedad.

Hubiera sido estupendo hacerme con la misiva, pero me fue negada, tanto por la familia como por la policía.

El cuerpo se halló en un descampado cercano. Santoro nos permitió presenciar el momento en que lo descolgaron del encino y yo, con mi crédula inocencia, intenté proteger a Imotrid de semejante espectáculo pidiéndole que no asistiera. Ella no respondió, pero, por la forma en que me miró, entendí que no haría el menor caso de mis palabras. 

Una vez en el sitio, contempló absorta cada movimiento de los peritos. Recuerdo que fue en ese momento en el que pensé que, tal vez, mi secretaria había encontrado su verdadera vocación. Y donde también nació mi temor de que me empujara a olvidar  las infidelidades ajenas y las mascotas perdidas —que nos reportaban exiguas ganancias—, y a entrar de lleno en la investigación de homicidios, asesinatos y demás crímenes de primera línea, como los llama ella.

Nos colocamos obedientemente detrás del cordón policial. Cuando Santoro nos vio, se acercó.

—¿Lo ves, Lamadrid? —dijo con voz jadeante—. Otro suicidio... Ni siquiera hay que investigar. El tipo dejó una carta de despedida. 

A mí también me faltaba el aire.

—¿La leíste? —pregunté.

—¡Por supuesto! Fue fotografiada y será adjuntada al expediente.

—¿Puedo verla?

Santoro hizo un movimiento rápido con la cabeza y se quedó viéndome durante los varios segundos que le tomó recuperar el aliento.

—¡No! —exclamó—. Te dejaría verla si tuviéramos la sospecha de que ha habido un crimen, que para eso te contrataron, ¿no? Pero no lo es, por tanto, no puedes interferir. ¿Lo entiendes o necesitas un esquema?

—¡Pero me llamaste para ver el cuerpo! —protesté y, al hacerlo, casi me quedé sin aire—: ¿Por qué es tan difícil respirar en este lugar? 

—Por la altura ¡Te llamé para que te convenzas de que fue un suicidio! ¿Adónde va esa chica? ¡Hey, señorita! Pero ¿qué hace? —Santoro salió a los trancos a detener a Imotrid que, tras escabullirse por quién sabe dónde, se acercó a los especialistas que estaban a punto de cerrar la bolsa mortuoria. Se dejó caer sobre las rodillas, la vi hacer un rápido movimiento de manos, como si quisiera tocar el cuerpo, y luego quedarse petrificada, mirándolo. Me figuré que había entrado en shock así que corrí antes de que el comisario la detuviera o hiciera algún comentario inconveniente. 

—Vamos —dije tomándola por los hombros. Ella me miró con sus enormes ojos oscuros y se dejó guiar, como en trance. Llevaba las manos apretadas contra el estómago. Era evidente su agitación—. ¿Estás bien?

Asintió con la cabeza, caminamos despacio, abrí la puerta del auto y la ubiqué en el asiento del acompañante. Rígida, miraba todo a su alrededor, asustada.

—¡Sabía que no te haría ningún bien ver el cadáver! —farfullé, enojado conmigo mismo por haberlo permitido—. ¡Eres demasiado joven!

La voz ronca del comisario me hizo girar. 

—¡Lamadrid! —Caminaba con dificultad hacia nosotros—. Ya lo has visto, ahora será mejor que dejen el pueblo. —Hizo una pausa para tomar aire—. No hay nada que investigar y esa chiquilla... Esa chiquilla parece muy impresionable. No quiero que le de algo por andar viendo muertos.

RiscosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora