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 Nos metimos de nuevo en el auto y llamé al comisario, quien no se mostró muy asombrado de lo que le conté y nos aseguró unas dos horas de espera hasta la llegada de la patrulla.

—¿Tanto crimen hay en Almafuerte? —preguntó Imotrid con razón.

—¡Santoro! —protesté al teléfono—. ¡No podemos quedarnos aquí hasta que lleguen! ¡Ni deberíamos abandonar el cuerpo! ¿No crees?

De todos modos no va a irse a ninguna parte, ¿verdad? —replicó él de mal modo—. Escúchame bien, Lamadrid, porque no te lo repetiré más: toma a esa secretaria colorinche que tienes y regresen a Almafuerte. Y, si no te da la gana hacerlo, pues no lo hagas, pero no me digas cómo hacer mi trabajo, ¿de acuerdo? Te quedas a esperar la patrulla si te place, y te las aguantas. Y, si no, te vas; ya nos encargaremos nosotros del fiambre. Que bastantes tenemos por estos días.

—¡Precisamente! Todos estos muertos ¿no te llaman la atención?

¡Claro que sí! ¿Qué puedo decirte? ¡No hay ningún indicio que sugiera otra cosa que no sean suicidios!

—¡Tanto Felipe Ríos como esta mujer que acaba de tirarse por el acantilado, tienen un tajo en la nuca, ¿eso no te dice nada?!

¿Y tú cómo sabes? ¡Ah! La chiquilla entrometida, ¿verdad?

—Esa chiquilla entrometida, como dices tú, tomó una fotografía de la herida de Ríos y de...

¿¡Que hicieron qué?!  —me interrumpió a los gritos—. ¡Hazme caso, Lamadrid, salgan de ese sitio ya mismo!

—¿Por qué?

¡Porque te lo digo yo! ¡Al menos no le cuenten a nadie de las fotografías! ¿Las tomaron con una cámara o con un teléfono?

—Con el celular de Imotrid.

¡Bórrenlas! ¡No se las muestres a nadie! ¡Vete de ahí ahora mismo!

Y colgó.

—¿Qué pasó? —espetó mi secretaria con cara de susto. Le conté lo conversado—. ¿Se da cuenta? —señaló con reproche—. ¿Ve que acá hay algo raro?

—Sí, sí, lo veo. Debemos irnos. Pásame las fotografías al Whatsapp y luego quítalas de tu teléfono.

—¡Ni lo sueñe! Se las envío, sí, pero las conservo.

—Santoro nos está advirtiendo que hay peligro y ...

—¡Santoro podría ayudarnos en lugar de escondernos cosas! ¡Si sabe algo debería decírnoslo!

—¡No tiene por qué! ¡Es policía! ¡No puede andar compartiendo información de sus casos así como así, ya deberías saberlo!

—¡No tengo por qué obedecerlo por más poli que sea! ¡Es mi teléfono y guardo en él lo que se me antoja! Lo que sí voy a hacer es quitar la localización. ¡Y usted debería hacer lo mismo!

—De acuerdo —me resigné, falto de aire—, no podemos hacer caso a Santoro pero sí debo obedecerte a ti.

Ella suspiró con cansancio.

—Yo no le oculto cosas, siempre le digo la verdad y generalmente tengo razón, ¿o no? Conduzca hasta ese montículo. —Señaló una especie de loma cubierta de árboles y yuyos altos. Esas cosas locas que suelen ocurrírsele. A esa altura, me dolía horrores la cabeza y estaba fastidioso por no poder respirar con normalidad—. ¡Meta el coche ahí! —se impacientó.

No tengo explicación del por qué la obedecí, pero lo hice.

—¿Qué esperas encontrar?

—Nada. Solo quiero saber si ocurre algo mientras llegan los ineptos policías.

RiscosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora