La luz, pálida y turbada, apenas brillaba tácita hasta las oscuras pestañas que poco a poco se abrían en la soledad de la habitación, observando con un nudo en el pecho como de una noche a la mañana hasta el sol parecía haberse ocultado y la temperatura bajado, escarchando su piel descubierta, tornándola trigal, coagulando su sangre ahí donde más le dolía.
Cubrió su cuerpo de la vergüenza con la ropa que encontró regada sobre las frazadas, notando como el gran y emplumado sombrero carmesí descansaba sobre éstas, como un regalo, una excusa para volverse a hablar. Pero, ¿qué podría decirle luego de esa noche? ¿qué cara debía poner en su rostro luego de aquellas cosas hechas? Estaba más confundido que nunca, lo peor es que la resaca le calaba aún detrás de los ojos, pese a lo mucho que parecía haber dormido. Tenía hambre, tenía sed; había hecho de si un espantajo esa mañana, su cuerpo aún se estremecía con las quemaduras pasionales que escondía bajo la ropa y sus caderas dolían, satisfechas de libido.
Salió abatido del camarote, con el sombrero en mano y la lengua postrada, buscando su presencia tras el timón mientras se habría paso por la niebla. ¿Cómo era que el clima cambiaba así tan de pronto, si ayer estaban las aguas frescas y el cielo despejado? Para cuando salió de sus pensamientos ya tenía el sombrero extendido para entregárselo al capitán, notando como lo miraba de reojo, en silencio, tomándolo lentamente mientras parecía despejar la garganta.
— Anda a ponerte algo sobre esa camisa.
Sintió rabia, la suficiente como para generar confianza en sí mismo— ¿Y qué me vení a mandar vo?
— ¿Y qué te creí mendiga perra sarnosa? —respondió alzando la voz, sin soltar el timón.
Nicolás rió, viendo el cambio de ánimo de sereno a furioso en un parpadeo de quién aún no comprendía el ánimo de broma, no hasta que el Edgar chilló de risa en el fondo de la escena— ¿Y vo qué te andas riendo?
— ¿Y qué wea? —reía el más alto mientras le prestaba su abrigo al más bajo de la tripulación que bajaba temblado desde la altura de la cofa.
— Edgar abrázame que me congelo —temblaba de frío, abrazando su propio delgado y pálido cuerpo, con voz afeminada, sacando risas y sonrojos— Jaime culiao inconsciente, como si nos fuéramos a encontrar algo en estas aguas.
Antes de que el capitán del barco dijera nada, Nicolás intervino— ¿No que dicen que esta tierra está llena de cuestiones raras?
— No me digai que creí en esas weas —reía, valiente, el de rulos, como una mamá gallina intentando darle calor a quién seguía temblando.
— Dice el que cree que las mujeres dan mala suerte en la mar.
El cuarteto rió tranquilamente hasta que el novato habló como si fuera uno más entre ellos— ¿Y qué pasó con el Ágata?
— El barco no es tan rápido, así que escoltó al Doblón de Oro. Debemos llevar unas cuatro horas de ventaja como máximo —habló de forma fría Alfred, apretando el timón como si sintiera miedo de dejarlo ir— Tenemos la ventaja de que si pasa algo nos pasará a nosotros y no a ellos.
¿Eso era preocupación por el barco o por la tripulación? No podía divisarlo bien, menos ahora que la neblina se hacía aún más densa: apenas sí podía adivinar las facciones del barbón que respiraba pesadamente, dejando que su aliento se escapase en una blanquecina briza entre sus tiernos labios, heridos por el encuentro de ayer. Miró a su alrededor, no parecía ser el único inquieto, de hecho no supo en qué momento el menor de la tripulación había huido de vuelta a la cofa. Cuando creía que debía sentir miedo escuchó un bárbaro grito de "rocas a estribor" y el violento giro del timón hacia el lado contrario. Se afirmó como pudo del Edgar, que miraba atento las siluetas que se formaban dudosas entre y sobre las rocas.
El mar estaba callado, demasiado calmo, el viento ni siquiera parecía querer soplar a favor de nuestros protagonistas y cuando más se movían más espesa era la niebla. Nadie hablaba, nadie decía nada, el barco apenas crujía y sus tripulantes respiraban precavidos, quietos, escondidos de sus miedos supersticiosos, atentos al ligero movimiento de las velas del palo mayor.
— Edgar esto no tiene buena pinta —resoplaba con fuerza, haciendo temblar la humedad de sus cabellos, balanceando el timón mientras atravesaban el roquerío.
Un runrún acompañaba la marea, como una canción de cuna que mecía al barco con lentitud infernal. Nicolás inconscientemente se acercó al capitán, atraído por la neblina, desconcertado de esta situación.
— ¡Hombre al agua! —gritó Manuel— ¡A babor!
El barco se estremeció con todo el peso hacia ese lado, escuchando como la madera raspaba contra una roca baja que el capitán no logró ver.
Fue una astuta y arriesgada maniobra, pero al menos nadie se lanzó contra el agua.
Y cuando todo parecía volver a la normalidad un escalofrío obligó al moreno a afirmarse del firme brazo del marino, quien alarmado mirando hacia su derecha, notando unos brillantes ojos amarillos que lo observaban con una sonrisa afilada desde la roca que se confundía, nuevamente, con la niebla.
Un rumor nació entre la tripulación, como si ratas estuviesen corriendo por la cubierta, y luego el silencio reinó con un frío murmullo de una voz femenina.
"Sirenas" pensó el portugués.
— ¡Sirenas! —gritó Manuel.
Toda la tripulación pareció guardar resguardo de cubierta la vez que un canto angelical inundaba toda la neblina, despejando el suave oleaje alrededor del barco pero encubriendo la desnudez de los peces antropomórficos.
— Jaime deberías ir a esconderte también.
— Hay muchas rocas como para dejar al Rose navegar solo.
— ¡No seas orate, por un raspón o dos el barco no se va a arruinar!
— Imbécil, si es que se produce una fuga y encallamos aquí será el fin.
Nicolás no lo había visto de esa forma, no había pensado que no tenían escapatoria alguna si es que se detenían. Quería hacer algo, cooperar de alguna forma, en lo que gritó a quién se encontraba en lo más alto del barco.
— Yelo culiao, ayúdame con la vela —casi que ordenó, escalando un obenque mientras desataba la vela y el rubio maniobraba ágil por las verga.
— ¡Si vamos más rápido podemos destrozar el barco! —gritó el más alto, tomando un arpón para espantar a esas criaturas horrorosas.
Alfred pensó detenidamente sus siguientes acciones previamente a alzar la voz en un estruendoso grito— ¡Niñas cobardes, todos a izar las velas! ¡Tenemos que huir lo antes posible de aquí! —No estaba seguro que había tomado la decisión correcta exponiendo a ese canto mortal de las sirenas, pero sabía que al menos su voluntad no sería quebrantada, que jamás soltaría la caña de timón sino hasta que su cuerpo se quedara sin vida.
El moreno se movía y mandaba con fervor, ayudando como si fuera un engranaje más de ese cruento reloj, desplegando las velas en un tiempo épico, soltando las cuerdas mientras corría por babor y sentía una fría caricia por su espala, distraído por ésta y mareado por el canto diabólico de las sirenas. No podía doblar su voluntad ahí, no ahora, mucho menos ahora.
Cuando Jaime se decidía a huir de ese lugar su cuerpo tembló al escuchar un splash en el océano, volviendo a vivir el pánico de perder a alguien ante la ferocidad del mar, escuchando la risa coqueta de Loreley.
No podía perder a alguien nuevamente, no así, no de esa forma tan espantosa; no podía dejar que ninguno de sus hombres sea devorado por esas criaturas escamosas de engañosa voz.
— ¡Hombre al agua! —gritó el menor desde las vergas, agarrándose de una cuerda mientras que buscaba inquieto al cuerdo de quién faltaba.
Nicolás lo último que observó fue como el blanco cielo era engullido por las frías aguas y su cuerpo se hundía pesado como una bala de cañón, sin atinar a aguantar el aliento, aturdido, hipnotizado por el baile de las nifas marinas que se le acercaban sonrientes.
Su visión se oscurecía lentamente, quebrantado a nadar, deseando muy en lo profundo que no cualquiera lo fuera a rescatar y que su vida no se disipara ante el beso de ninguna sirena.
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Rosa de los Vientos
FantastikPirate!AU | Ambientado en el siglo XVIII | Una historia que narra la cruenta vida sobre los océanos y el vulgar quehacer de aquellas crueles almas que aún deben navegar como fantasmas, sin derecho a piedad o compasión por sus actos, sin derecho a am...