#3

421 40 7
                                    

Quentin me dedicó una dura mirada que yo sabía que podría tener consecuencias más tarde.

-Frente a la Estatua de Barbatos a las diez de la mañana -propuso Diluc-. Si te viene bien.

-Me viene estupendamente -afirmé. Entonces miré a mi marido-. Venga, Quentin, anímate.

No hizo nada más que darle otro sorbo al contenido de su copa, que bajaba muy lentamente, seguido de la mueca de repugnancia que ponía justo después.

-¿Y a qué se dedica? -preguntó el pelirrojo, esforzándose por todos los medios para mantener una conversación con mi marido.

-Tengo un negocio de seda -respondió secamente Quentin.

-Por Los Siete -murmuré-. Discúlpalo, Diluc. Parece ser que el vino le ha puesto de malas pulgas. -Me esforcé en soltar una risotada.

Yo estaba hablando más de la cuenta, más de lo que a Quentin solía gustarle que hablara. Probablemente en cuanto regresáramos a casa mi marido arremetería contra mí, verbal o físicamente. Sin embargo, yo quería disimular mi miedo por todos los medios. Diluc era listo, así que tenía que hacerlo lo más creíble posible, tenía que fingir que estaba felizmente casada con ese sucio orgulloso para que no se preocupara por mí.

-Va siendo hora de que nos vayamos -anunció Quentin, agarrándome del brazo con una suavidad que me sorprendió-. Buenas noches.

-Buenas noches -nos despidió Diluc.

Volvimos, pues, a casa. Me temblaban las manos, pero no sabía si era por el frío o por el miedo. Probablemente era más bien por lo segundo.

Cuando por fin llegamos, me di cuenta de que la casa era bastante pequeña y que no podría correr mucho antes de que Quentin me agarrara. Porque ya tenía asumido que me iba a hacer algo.

-Qué buen rollo tienes con el cabeza tomate ese, ¿no? -dijo, con un desinterés que pretendía ocultar una ira evidente.

-Te lo ha dicho, éramos amigos -murmuré. Se acercó a mí, tuve miedo y me sentí pequeña-. Por favor, no...

-¿Y qué es eso de tomar tus propias decisiones, eh? ¿Y quedar con otro tío? ¿Delante de mis narices?

Podría haberle respondido varias cosas a eso, pero la mente se me quedó en blanco cuando la primera bofetada llegó, acompañada de un chillido mío.

-Ni se te ocurra presentarte mañana -dijo entre dientes antes de golpearme de nuevo.

Las lágrimas me anegaron los ojos y me obligué a mantener la cabeza agachada.

-¿Por qué no me miras, eh? -gritó-. ¡Mírame!

Y me agarró del pelo para obligarme a mirarlo.

-Piensas que yo soy el malo, ¿verdad? Pero no, querida, es culpa tuya. -Sus dedos se aferraron con más fuerza a mis cabellos-. Oh, no, espera. Realmente podría ser culpa de tu tía, ¿no? Ella era la que quería que te casaras, a fin de cuentas... ¿No crees?

Siempre, siempre decía lo mismo. Y yo no hacía nada más que llorar y callarme y ver cómo en sus ojos se reflejaba una diversión insana, cómo el muy sádico disfrutaba viéndome sufrir.

Finalmente me arrojó al suelo e inevitablemente caí sobre la madera, mientras él se daba la vuelta sobre sus talones y entraba al dormitorio. Justo antes de cerrar la puerta, me dirigió una mirada despectiva y añadió:

-Esta noche duermes en el suelo, como la perra que eres. -Y dio un portazo.

Yo seguía en el suelo y me hice un ovillo. Me puse a llorar en silencio y dejé que las lágrimas salieran como gustaran. Me pasé el dedo por las mejillas doloridas e hice una mueca ante el contacto.

Después de un rato más, me deslicé por el suelo entre gañidos. Decidí despejarme pensando que estaba en Mondstadt, en casa de nuevo, lo cual pareció funcionar.

Repentinamente inspirada, busqué una pluma y un papel y comencé a escribir versos con cierta persona acaparando todos mis sentidos y pensamientos, porque pensar en él me tranquilizaba y calmaba a pesar de estar en una situación como aquella, porque quizá todavía quedaba algo de lo que sentía años atrás. O tal vez solo era nostalgia. Aun así, funcionó como un flotador para sacarme de aquel mar de angustia.

No podía dejar que Quentin descubriera ese poema.

* * *

Ni siquiera recordaba haberme quedado dormida. Cuando abrí los ojos, la casa estaba sumida en el silencio. Metí la mano dentro de mi camisón y comprobé que el poema que había escrito seguía donde lo había guardado. Suspiré aliviada al ver que así era.

Entonces me puse de pie, con cierto miedo en el cuerpo. Vi en ese momento que la puerta del dormitorio estaba abierta, pero que dentro no había nadie. Quentin debía de haber salido. Volví a suspirar, con aun más alivio.

Me cambié de ropa y comprobé la hora. Salí de la casa, algo asustada, como si Quentin fuera a estar ahí esperándome para arremeter de nuevo contra mí. Me entristecía y avergonzaba permitir algo así.

Eran casi las diez, por lo que me dirigí directamente a la estatua de Barbatos, donde me había citado a Diluc. Además, aprovecharía para darle el poema que había escrito. Pero solamente eso; después debería olvidarme de él y regresar con Quentin si no quería más problemas.

La brisa matutina era agradable y la majestuosidad con la que se alzaba la estatua del Arconte Anemo en medio de la plaza era inigualable. Nunca me había considerado muy devota de Barbatos, pero eso no quitaba que, como ciudadana de Mondstadt, creyera en él sin prejuicios. Recé algunas oraciones que me sabía para mí misma, esperando que Barbatos me pudiera oír y, con suerte, ayudar.

Sostenía el poema con manos temblorosas, quizá por vergüenza. Lo había releído varias veces, pero después de la sexta vez dejé de hacerlo porque empezaba a notar fallos o a tener ideas mejores que lo que había escrito.

Entonces, unas manos robustas me arrebataron el poema sin mediar palabra. Lo que más me preocupó en ese instante fue que el papel no se hubiera desgarrado. Al levantar la vista, el ceño fruncido y la expresión colérica de mi marido estaban plantados delante de mí.

-¡Sabía que tendrías las agallas de presentarte a ver al payaso ese!

-¡Quentin! -exclamé.

-¿Qué es esto? -Agitó la hoja en el aire-. ¿Has venido a pesar de lo que te dije? -preguntó-. ¿Eres sorda o estúpida?

-Yo...

-¡No quiero oír tus excusas! -gritó.

La plaza estaba extrañamente vacía; casi no había gente; tal vez era normal a tan temprana hora. Fue por eso que empecé a tener miedo una vez más.

Arrugó el papel y lo arrojó al suelo con desprecio. Alzó el puño y apretó hasta el punto de que los nudillos se le pusieron blancos. ¿Me iba a golpear, en público? No lo había hecho antes, pero...

Cerré los ojos, esperando el golpe, esperando el impacto en mi mejilla, que sería seguido de una explosión de dolor y calor insoportable, que luego muy probablemente me haría caer al suelo, donde seguiría pegándome y humillándome, pues no había gente para impedirlo en la plaza. O a lo mejor me aturdiría lo bastante como para levantarme y llevarme de vuelta a la jaula que era nuestra casa. Lo esperé, el golpe, pero no llegó.

Entonces, confundida e invadida por un repentino alivio, abrí los ojos. Quentin gruñó todavía con el puño en alto, pero alguien le impedía golpearme.

-¿Qué narices estás haciendo? -escupió mi marido, mirando al recién llegado.

-¿Qué narices estás haciendo tú? -repuso el otro.

Reconocí la voz, por supuesto, y el reflejo del sol en su pelo rojo me lo puso aún más fácil. Era Diluc, que había llegado puntual, a las diez, como había dicho.

Héroe Carmesí [Diluc y Tú]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora