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-¡Que no te lo tenga que repetir!

Al pronunciar aquello, el cinturón volvió a golpearme la espalda y me obligué a ahogar un grito para ahorrarme un latigazo más. Sentía la piel en carne viva y las lágrimas me anegaban los ojos, pero los cerré con fuerza para evitar que salieran.

Lo miré de reojo mientras se marchaba de la habitación, llena de cajas, dando grandes zancadas en dirección a la puerta. Finalmente salió dando un portazo.

Ese era el hombre con el que estaba casada desde hacía casi dos años. Quentin, hijo de uno de los comerciantes de más renombre de Liyue, aunque la familia era nativa de Fontaine. Su padre era dueño de una importante compañía de exportación de seda y productos similares, pero por desgracia el señor murió y pocos meses después lo siguió su esposa. Fue por eso que Quentin heredó el negocio y estaba podrido en dinero.

Aspiraba a formar parte de las Siete Estrellas de Liyue, pero alguien ruin como él no merecía un puesto de tan alta estima. También anhelaba conseguir una Visión, pero tampoco había tenido éxito. Aun así, con una herencia como lo que había conseguido, de poco valía el reconocimiento de los Arcontes.

No sabía exactamente en qué momento se convirtió en el hombre cruel e irrespetuoso que era ahora, o quizá siempre fue así y yo no fui capaz de verlo a tiempo. Podría jurar que antes era amable, divertido y hasta cariñoso, pero las marcas que todavía quedaban en mi piel demostraban que ya no quedaba nada de eso en su ser.

Pero a pesar de todo, la culpa era mía. Por ser una ilusa tan insensata.

Me arrastré por el suelo sintiendo un quemazón en la espalda. Intenté ponerme de pie y me costó un esfuerzo monumental, entre suspiros y quejidos. Tuve que apoyarme en una de las cajas para poder lograrlo y finalmente lo conseguí, aunque seguía encorvada.

Todas esas cajas se debían a que Quentin y yo nos mudábamos. Yo había vivido en Liyue desde los dieciséis años, momento hasta el cual había estado viviendo en Mondstadt; y Quentin, aunque su familia era de Fontaine, había nacido en la ciudad de Rex Lapis. Quentin decía que él era un hombre de negocios, un emprendedor, así que como tal debía expandir sus riquezas y pretendía instalarse en Mondstadt.

Al principio no entendí bien por qué quería que nos trasladáramos a la ciudad del vino y la poesía, el viento y la libertad, pero no puse objeciones. Me crié ahí y me hacía mucha ilusión regresar. De todas formas, mi palabra no tenía valor para él, y no habría podido hacerlo cambiar de idea.

Allí había conocido a un chico, en mis días de adolescencia. Se llamaba Diluc, y recordaba a la perfección su pelo rojo, ojos carmesís y su sonrisa. Éramos adolescentes, valientes e impulsivos y, sin haberlo planeado, nos enamoramos. Aunque éramos simplemente unos críos, fue probablemente la mejor etapa de mi vida.

La idea de que Diluc siguiera viviendo en Mondstadt y que me pudiera reencontrar con él me emocionaba. Probablemente él ya se había casado también, había creado una familia o estaría a punto de hacerlo, pero me ilusionaba mucho poder sentarme a hablar con él, recordar viejos tiempos. Eso sí, si Quentin me lo permitía.

Seguía apoyada en la caja cuando mi marido entró de nuevo a la habitación. Temía que quisiera liberar su ira conmigo e inconscientemente me encogí sobre mí misma.

-¿Qué haces ahí quieta? -ladró-. La caravana ya está aquí. Hay que cargar las cosas.

-Enseguida voy -musité, tratando de levantarme con brazos temblorosos.

Lo único que yo había querido era ver feliz a mi tía antes de que se fuera de este mundo. Ella había sido lo más parecido a una madre que jamás llegué a tener. Estaba enferma en cama y la vida se le escapaba a una velocidad vertiginosa. Su último deseo era verme casada y, cegada por lo que suponía para mí hacerla feliz, le pedí a Quentin que se casara conmigo. Lo conocía de hacía tan solo unos meses en ese entonces, pero aun así, yo lo quería y... Le costó y finalmente accedió y nos casamos, haciendo a mi tía la mujer más feliz del mundo antes de que su alma abandonara este mundo.

¿La felicidad tiene un precio? Quizá yo ahora estaba pagando por hacer feliz a mi tía.

Finalmente me incorporé y escondí las heridas de mi espalda poniéndome un camisón oscuro. Cargué con las cajas más pequeñas y menos pesadas y, junto a Quentin y más personas, lo llevamos todo a la caravana que nos llevaría a mi marido y a mí hasta Mondstadt, a nuestra nueva vida.

Más bien, su nueva vida, porque yo no tenía mucha esperanza en que la mía fuera a cambiar mucho.

Nos montamos en la caravana. El viaje hasta Mondstadt desde Liyue en caravana era largo, así que tendría un montón de tiempo para pensar en mis cosas, observar el paisaje o preguntarme cuánto faltaba para llegar.

* * *

Miraba ensimismada por la ventana de la caravana. Después de varios años, por fin regresaba a Mondstadt. Me reencontraría con el olor del vino, la poesía y el viento. Mi infancia y adolescencia, todos esos recuerdos volverían a hacerse presentes.

Diluc volvió a asaltar mis pensamientos. El paisaje cada vez era más verde, más propio del norte. Los árboles me hicieron recordar Levantaviento, que a su vez me hizo recordar aquel momento, sentados a los pies del gran árbol. Nervioso, Diluc me preguntó si podía darme un beso. Sus nervios me contagiaron, por supuesto, y al final hubo beso. Torpe, breve, tímido, pero lo hubo. Reprimí una sonrisa para que mi marido no hiciera preguntas.

Entonces Quentin me habló, sacándome de mis recuerdos:

-Pronto pasaremos por Aguaclara. Estamos al lado.

Asentí con la cabeza y seguí mirando por la ventana, observando las verdes extensiones de terreno, los árboles y los característicos dientes de león de la región, hasta que aquel paisaje natural fue sustituido por los altos muros de piedra gris que rodeaban Mondstadt.

Habíamos llegado.

Héroe Carmesí [Diluc y Tú]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora