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¿Cuánto tiempo llevaba ya en el Viñedo? Los números no me venían a la cabeza porque en ese momento él acaparaba todos mis sentidos, porque lo único que me importaba era él.

Sus costillas hicieron presión contra las mías al respirar. Suspiros entremezclados. Sentí su respiración en mi cuello y me hizo esas agradables y cálidas cosquillas que tanto me gustaban. Mis dedos estaban enredados en su pelo rojo suelto a la vez que buscaba aferrarme a su espalda, a punto de clavarle las uñas en la piel. Un beso. Otro más intenso. Movimientos bajo la sábana y de nuevo jadeos entremezclados.

Todo el calor que sentía se esfumó de golpe para ser sustituido por un frío imprevisto al abrirse la puerta de la habitación. El sudor de mi espalda se convirtió en gotas gélidas de una lluvia de invierno. Una criada apareció con sus ojos abiertos como platos al descubrirnos a Diluc y a mí en la cama y, entre titubeos y susurros, dijo algo que no llegamos a oír ninguno de los dos.

-¡¿No sabes llamar a la puerta antes de entrar o qué?! -gritó Diluc, casi tan rojo como su pelo.

-Lo siento, señor -se apresuró a decir la criada, con la cabeza agachada para no mirarnos-; pero es que...

-¿Qué ocurre? -se impacientó Diluc, poniéndose los pantalones con dificultad. Agarró la camisa de mala gana y se abrochó los botones sin siquiera mirarlos.

Salí también de la cama, invadida por la vergüenza; no había estado más avergonzada en mi vida. Sin embargo, la criada, una chica llamada Moke, no habría entrado así sin motivo. Sucedía algo, y giré la cabeza después de ponerme mi camisón, esperando su respuesta.

-Las viñas... -Moke ni siquiera tenía aliento para hablar. Había venido a toda prisa. Me convencí más de que ocurría algo grave-. Las viñas están... ¡están ardiendo!

Diluc se quedó pálido y petrificado como una estatua durante unos instantes y justo después salió corriendo de la habitación, apartando a Moke de la puerta y bajando los escalones de dos en dos hasta el exterior. Yo lo seguí de cerca, igual de preocupada.

Al salir, el habitual aroma dulce de las uvas del viñedo había desaparecido por completo, eclipsado por el olor a quemado que aquellas llamas altas y bailarinas producían. Todos los empleados del Viñedo del Amanecer estaban colaborando para acabar con el fuego, echando cubos de agua y montones de tierra sobre el incendio.

El infierno se alzaba ante nuestros ojos. Ahogué un grito al contemplar la escena y titubeé y vacilé antes de moverme para hacer algo, a diferencia de Diluc, que organizó al grupo dando órdenes y colaboró él mismo a apagar el fuego de inmediato.

Alguien apurado me puso un cubo metálico en las manos y me dijo a gritos entre el jaleo que fuera al río a por agua y que no parara hasta que el incendio se hubiera extinguido. Después desapareció de mi vista entre la gente.

Obedecí por supuesto. Bajé al río, llené el cubo y vacié su contenido sobre unas llamas que parecieron reírse de mí al bailar más rápidamente después de haberles echado el agua. Eso una y otra vez. Sin parar. No podíamos parar.

Los Caballeros de Favonius acudieron, seguramente avisados por algún empleado, y gente de Aguaclara y Mondstadt también llegaron para colaborar. Después de todo, el vino de Mondstadt era el orgullo de todos, y el del Viñedo del Amanecer era conocido como el más excelente de Teyvat. El incendio nos afectaba a todos.

Desde las alturas, la luna nos observaba. Observaba el alboroto, la desesperación y el fuego alumbrando nuestras caras. El fuego devorando las viñas igual que un león devora a una gacela.

* * *

Solo quedaron hojas negras y calcinadas, cenizas y polvo oscuro. Todos los que habíamos ayudado estábamos exhaustos, cansados y algunos teníamos quemaduras de distinta gravedad en los brazos y en la cara. Me limpié el sudor de la frente con el antebrazo ennegrecido por las cenizas y jadeé, tratando de recuperar el aliento.

Los Caballeros de Favonius se retiraron de regreso a Mondstadt y se llevaron a los más heridos para tratarlos en la ciudad. La gente que había venido de fuera del Viñedo también se marchó, con expresiones de tristeza e impotencia por no haber podido salvar las viñas.

Me acerqué a Diluc, que estaba sentado delante de la puerta de la casa. Se había recogido el pelo en un moño mal hecho y despeinado y tenía las manos colgando de las rodillas dobladas. Sus ojos reflejaban lo mismo que las expresiones de los ciudadanos que se habían ido hacía poco, pero todavía más intensas, y tenía la mandíbula tensa de apretar los dientes.

-Lo siento mucho -dije en voz baja. Levantó la cabeza y me miró. Luego volvió a bajarla, despacio.

-Primero la taberna y ahora esto. -Negó con la cabeza y se mordió el labio-. ¿Cómo puede una persona acaparar tanta maldad? -El nombre de Quentin sonó incluso con más fuerza sin haberlo pronunciado.

Me senté a su lado y dejé el cubo sobre los adoquines. Le puse una mano en la espalda, pero no sabía qué decir. Lo único que me salía era disculparme una y otra vez, pero Diluc me había dicho que lo que hiciese Quentin no era culpa mía, así que pedir perdón no era una opción. No en ese momento, al menos.

Me embobé unos segundos mirando la desoladora imagen. Lo que a un hombre le costaba años crear, otro lo destruía en tan solo unos minutos. A veces la forma que tenía el mundo de funcionar era bastante frustrante e injusta. Para cuando me di cuenta, Diluc me estaba abrazando, por la mera necesidad de desahogarse. Me pareció que lloraba y me estrechó con más fuerza para ahogar un sollozo en mi hombro.

Casi había olvidado que Diluc tenía la misma edad que yo. Casi había olvidado que era igual de humano que yo y que a veces también necesitaba llorar. Se esforzaba por parecer impasible e imperturbable, pero debajo de aquella máscara de piedra que se obligaba a llevar también había sentimientos y emociones. Y a veces, necesitaban salir.

Por experiencia sabía que, en un momento así, lo mejor que se podía hacer era devolver el abrazo, estrechar a la otra persona y dejar que se desahogara, que llorara lo que necesitara y permanecer en silencio. Yo no era buena resolviendo problemas ni dándoles soluciones; a mí se me daba mejor escuchar y permanecer callada. A veces me sentía impotente por ello, pero Diluc solo necesitaba eso, que le dejara mi hombro para llorar.

Por lo demás, él sabía bien cómo sacarse las castañas del fuego por sí mismo.

Héroe Carmesí [Diluc y Tú]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora