Capítulo 3

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A las diez de la mañana, Holly, la instructora de educación física, se presentó en mi habitación con su habitual sonrisa entusiasta. Su figura atlética, vestida con un conjunto deportivo de color azul, reflejaba la energía que emanaba.

—Maya, es hora de nuestra caminata matutina. ¡Vamos, que el día está precioso! —exclamó, con su voz llena de vitalidad.

Tomé el primer libro que encontré en mi modesta biblioteca, un ejemplar de "Cien años de soledad" con la portada desgastada, y se lo mostré.

—Debo concluir esta lectura, lo siento —dije, con un tono de voz que pretendía ser convincente.

—Maya, es la tercera vez que lees ese libro —mencionó, desenmascarando mi mentira con una sonrisa pícara. Sus ojos, de un color café intenso, brillaban con astucia. —Necesitas esta caminata tanto como tus compañeros, así que vamos, tengo poco tiempo.

Exhalé con los ojos en blanco y reposé el libro en su sitio, calzándome las zapatillas con renuencia.

—Modera esa expresión, niña, es una espléndida mañana, verás que bien te sienta el aire fresco —me instó, con un tono maternal.

Irónicamente imité sus palabras en silencio mientras partíamos. Al llegar al vestíbulo, nos reunimos con el grupo. Amélie, con su cabello castaño oscuro recogido en una coleta y sus ojos color miel, se apresuró a saludarme.

Amélie era el interés romántico de Samuel. Él estaba perdidamente enamorado de ella desde el momento en que la vio por primera vez. La joven, de complexión delgada y una figura esbelta, tenía un talento excepcional para el canto y la música. A pesar de sus habilidades, solía ser reservada y tímida, lo que limitaba su interacción con los demás residentes. Samuel nunca se había animado a confesarle sus sentimientos.

A pesar de que algunos pacientes atravesaban momentos delicados en cuanto a su salud, Amélie y yo habíamos encontrado consuelo y conexión en nuestra amistad. Nos respaldábamos mutuamente en los momentos difíciles y celebrábamos los pequeños triunfos que alcanzábamos en nuestro camino hacia la recuperación. Formamos parte de un grupo reducido de pacientes con trastornos leves, lo que nos permitía participar en las caminatas. Podríamos pasar desapercibidos en la calle, nadie sospecharía que somos internos de un centro de salud mental.

Apenas conocía a algunos de los residentes, por lo general era Samuel quien me ponía al tanto de la información sobre los demás. Emely, una joven de cabello negro azabache y ojos marrones brillantes, era una de las más jóvenes. Tenía una risa aguda y encontraba diversión en cualquier situación. Para ella, cualquier momento era perfecto para una travesura.

Brenda, con su figura escultural y su cabello rubio que caía en ondas por su espalda, era una de las chicas más hermosas que había visto. Desconozco su diagnóstico, pero solía mostrar una actitud antipática y rara vez sonreía. A pesar de eso, era cercana a Samuel y compartían muchas cosas juntos.

Haze, vestido de negro, era alto y delgado. Tenía la costumbre de mirar fijamente a las personas con una expresión vacía que podía resultar incómoda o incluso molesta. Como ya conocía su peculiaridad, su mirada no me incomodaba y simplemente lo ignoraba. En el centro, nunca había escuchado su voz. Se rumoreaba que padecía de mutismo selectivo y desde su llegada no había emitido ni una sola palabra.

Nos aventuramos en la caminata rumbo a la montaña, disfrutando de la frescura matutina tras la lluvia de la madrugada que dejó charcos de barro por doquier. El sendero, bordeado por árboles centenarios y flores silvestres, se extendía a través de un paisaje verde y vibrante.

Recuerdos Perturbados Donde viven las historias. Descúbrelo ahora