Capítulo 7

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Cuando las luces se apagaron, Amélie comenzó a contar hasta cien. Luego, se levantó de la cama y buscó la linterna que había escondido bajo la almohada. La urgencia de asistir a la reunión con Maya y los demás la invadía, un intento desesperado por acallar los demonios que la asaltaban cada noche y que le robaban el sueño. Había decidido ir a la reunión. Se calzó las zapatillas y recogió su largo cabello oscuro en una coleta, una rutina que la ayudaba a concentrarse. Abrió el armario y se puso un abrigo sobre las tres prendas que ya llevaba puestas. Caminó despacio, abriendo la puerta con cautela, asegurándose de que no hubiera nadie cerca.

Pensó en Samuel. Su presencia tenía la extraña habilidad de silenciar las voces que susurraban sin descanso en sus oídos, voces que solo ella podía oír.

Vislumbró las cámaras de seguridad y comprobó que estaban apagadas, como cada noche. Se preguntó qué clase de sanatorio apagaba las cámaras durante la noche, sintiéndose cada vez más desamparada. Sus padres vendrían el viernes. Le habían prometido. La expectativa de su llegada la mantenía a flote, y contaba los días con ansias. Solo faltaban tres días.

Caminó hacia la habitación de Maya con la linterna apagada, familiarizada con el camino. Pensó en sus amigos y en qué tipo de charla tendrían esta vez. Al principio, había sido reacia a confiar en Omar, pero tras meses de reuniones, se dio cuenta de que era uno más de ellos. Durante el día, era el médico profesional y centrado, la mano derecha del director. Pero de noche, se convertía en el joven guapo de cabello rubio que siempre se sentaba al lado de Maya, buscando su cercanía. A ella le tocaba el lado de Samuel, y eso no le desagradaba en absoluto. Los cuatro habían aprendido a conocerse y a disfrutar de esas reuniones clandestinas. La habitación de Maya estaba al final del pasillo, y solo debía llegar allí, rogando que ninguna puerta a su alrededor se abriera.

Estaba a cinco puertas de su destino cuando escuchó un ruido. Sus manos se aferraron a la linterna y se quedó paralizada. La puerta frente a ella se abrió de golpe, y unos brazos gruesos y fuertes la apresaron con brusquedad, haciendo que la linterna rodara por el suelo. No se resistió; su corazón se detuvo en el pecho. La oscuridad la envolvía, y sus ojos buscaban desesperadamente algún indicio de lo que estaba sucediendo. Los brazos la sentaron con fuerza en la cama. Ella comenzó a temblar, intentando soltarse del agarre.

—Me gusta mucho cuando peleas. Me vuelve loco —le dijo el monstruo con una voz seca, rasposa como el asfalto. Luego, una lengua húmeda recorrió su mejilla hasta la curva de su cuello.

Empezó a rogar, a suplicar, a prometer todo lo que se le ocurría, pero el hombre que la aprisionaba con la presión de su inmenso cuerpo contra la cama no la escuchaba. Intentó eludir sus manos que exploraban su cuerpo, se retorció, intentó clavarle las uñas que no tenía. El monstruo se reía, disfrutando de su lucha, mientras continuaba su acecho. Ella pataleó, rogó una vez más, se sacudió, lloró, pero nada detuvo el ataque. El monstruo le sacó los pantalones. Entonces, ella se fue a su lugar feliz.

Se trasladó a su hogar de la infancia. La casa grande y alegre donde sus hermanos corrían persiguiéndose, y su madre cantaba una canción de amor en la cocina. Allí, ella pintaba con crayones de todos los colores, creando dibujos de gatitos rodeados de flores. Se refugió en un mundo donde las voces nunca la habían molestado y donde ningún monstruo nunca le había profanado su alma. Se fue a un lugar donde era una princesa, en un mundo donde los adultos vivían para servirla y hacerla feliz.

Hasta que la voz gruesa y desagradable la trajo de vuelta.

-Cámbiate y vete de aquí.

Ella obedeció. Temblando, levantó sus pantalones y se acomodó la ropa interior. Salió disparada de la habitación, buscando con la vista la linterna. Por lo menos, esta vez el ataque había durado menos. La linterna no estaba. No sabía la hora exacta, pero vio la tenue luz que se filtraba por debajo de la puerta del cuarto de Maya. Solo unos pasos más. Sin embargo, el temblor la mantenía paralizada. Intentó callar las voces que rugían en el pasillo. Dió un paso. Anhelaba estar cerca de sus amigos, sentirse segura, amada. Ellos era tan dulces, tan amables, como si adivinaran el vacío que la consumía. Siempre la habían mirado como si ella fuera el diamante más valioso del mundo. Esas miradas se las había grabado en su corazón, y necesitaba recordarlas para no perderse en la demencia. Dió otro paso. Sus rodillas flaquearon. Solo un poco más, se dijo. Se secó las lágrimas y se acomodó el cabello.

Finalmente, logró llegar a la habitación. Se apoyó en la puerta, con el frío sudor cayendo por su frente. Seguía sin poder controlar el temblor. Entonces, escuchó las risas. Eran suaves, contenidas, susurros. Su amiga Maya estaba riendo. Sintió una chispa de luz en la oscuridad de su alma. Reconoció la voz de Alexander. A pesar de ser nuevo, había intercambiado palabras con él cuando lo encontró charlando con Samuel en el jardín. Las risas continuaron, solo se distinguían ellos dos. Amélie decidió no interrumpir. Con gran esfuerzo, se giró sobre sus talones y emprendió el camino de regreso a su habitación, preguntándose por qué había salido, pero sabiendo que los demonios no la habían dejado tranquila. Solo faltaban tres días. Tres días para el viernes. Tres días para irse de allí para siempre.

Recuerdos Perturbados Donde viven las historias. Descúbrelo ahora