Capítulo 9

156 81 21
                                    


Cuando finalmente concluyó el día, Brenda aguardó pacientemente a que las luces se apagaran. Con una sonrisa en el rostro, se acercó al gran espejo que adornaba su cómoda. Deslizó el cajón central, repleto de maquillaje, y comenzó a prepararse para la visita. No requería de luz; conocía su rostro de memoria, una familiaridad cultivada desde la infancia. Su padre solía decirle que era tan hermosa que parecía una reina, y así había decidido vivir: como una soberana. Era la niña mimada, con un padre que se convirtió en su súbdito más leal, mientras su madre, incapaz de comprender los designios del destino, desaprobaba la adoración que su hija recibía.

A medida que creció y su cuerpo se desarrolló, se acostumbró a las miradas que la seguían al pasar por la calle. Su belleza, pensaba, era digna de admiración. Sin embargo, las discusiones entre sus padres se tornaron frecuentes, aunque a ella poco le importaba. Convencida de que no pertenecía a este mundo, creyó que la realidad no estaba preparada para su esplendor. Todo cambió cuando su padre la abandonó y su madre, en un acto de desesperación, decidió que ella cargaría con el peso del sufrimiento ajeno. A la edad de doce años, comenzó a ser vendida a los hombres. Al principio se resistió, pero pronto comprendió que a las reinas se las adoraba. Entonces convirtió su cuerpo en un templo para que los mortales inferiores exploraran en busca de redención.

Su corazón se tornó gélido. No deseaba ser una reina malvada, pero sus súbditos no colaboraban. Una noche, un borracho la humilló; le arrojó cerveza, le escupió y la golpeó con tal ferocidad que sintió que se le partían los dientes. En su furia, tomó el cuchillo que el hombre portaba y lo clavó en el centro de su pecho. La sangre brotó a borbotones mientras ella se reía, una risa desquiciada que resonó en la penumbra. Cuando su madre encontró el caos, no dudó en entregarla a la policía. Apenas contaba con catorce años. El juez, conmovido por su historia de traumas, decidió que no merecía una sentencia y la envió al sanatorio.

Al principio, le costó adaptarse. En este lugar, nadie la idolatraba, y las noches se llenaban de llanto. Sin embargo, nunca le faltó maquillaje, un misterio que la acompañaba en su soledad. Su madre nunca la visitó; el mundo la había olvidado, pero en su corazón persistía la convicción de que seguía siendo una reina, inigualable en belleza.

Todo cambió cuando lo conoció a él. El muchacho se acercó con timidez, incapaz de apartar la mirada de ella. Brenda sabía que eso era lo que provocaba en los hombres, y le gustaba. Necesitaba ser deseada y amada, ser el centro de atención que la mantenía viva.

Un suave golpe interrumpió sus pensamientos y la puerta se abrió lentamente. Él entró, cerrando la puerta tras de sí, quedándose inmóvil en la oscuridad. Brenda sabía exactamente dónde estaba y ansiaba su contacto. Se giró en su asiento, sus ojos brillando con una mezcla de deseo y desesperación. La atmósfera estaba cargada de anticipación.

Él avanzó hacia ella con paso firme, cada movimiento calculado para mantenerla en vilo. Sin decir una palabra, se acercó y pasó una mano por su mejilla, disfrutando del roce suave de su piel. Con un toque delicado, deslizó sus dedos por su cuello, sintiendo cómo ella se estremecía ante su contacto.

Brenda se dejó llevar por ese juego de seducción. Él comenzó a trazar líneas invisibles en su piel con la yema de sus dedos, recorriendo sus brazos y bajando lentamente hacia su cintura. Cada caricia era un toque de fuego que encendía sus sentidos. Ella cerró los ojos, entregándose a la magia del momento mientras él continuaba jugando con ella.

Él se inclinó hacia adelante y besó suavemente el borde de su mandíbula, descendiendo hacia el cuello. Sus labios dejaron un rastro cálido que la hizo suspirar. Luego, comenzó a jugar con su cabello, entrelazando los dedos mientras sus labios se movían hacia el escote de ella.

Recuerdos Perturbados Donde viven las historias. Descúbrelo ahora