"Los recuerdos enterrados en el pasado pueden volver para atormentar el presente."
El silencio se asentó en el pabellón como una losa de piedra, aplastando el último resquicio de sonido. Las luces fluorescentes, que habían zumbado implacablemente durante toda la jornada, se apagaron con un chasquido seco, sumiendo a Samuel en la penumbra de su habitación. Un silencio sepulcral se extendió por el espacio, roto solo por el débil zumbido de la maquinaria del hospital, un eco que parecía fantasmal, pero para él era el momento más esperado del día. A medida que su mundo se oscurecía, su mente comenzaba a emerger de las sombras de la inquietud, lo que lo llevaba a iniciar su ritual, un ritual que lo mantenía a flote en el mar de su propia locura.Samuel se sentó en su cama, sus pies tocando el frío suelo de baldosas. Por un momento, se permitió observar su entorno: las paredes, de un blanco impersonal, estaban adornadas con dibujos descoloridos que Maya le había regalado un día, pero para él, eran fragmentos de caos que amenazaban con comerse su cordura. Entonces, tomó una respiración profunda y enfocó su atención en el proceso que había convertido en sagrado. Debía apurarse si quería llegar a tiempo a la reunión con sus amigos. Una cerveza fría y la oportunidad de estar cerca de Amélie lo esperaban, un espejismo de normalidad en su vida desquiciada.
Con un suspiro, Samuel se levantó de la cama. La noche se extendía afuera, una extensión de oscuridad salpicada por las luces lejanas de la ciudad, un manto de luces que no podían alcanzarlo, que no podían penetrar la oscuridad que lo envolvía. Él las observaba con indiferencia, su mente estaba fija en el desorden que se extendía sobre su habitación.
El ritual comenzaba.Se acercó a la pequeña mesa de noche, donde una lámpara de luz tenue y un cuaderno desgastado esperaban su atención. Con manos temblorosas, colocó el cuaderno exactamente en el centro de la mesa, asegurándose de que las esquinas estuvieran alineadas con los bordes de la superficie.
Tomó el bolígrafo azul que siempre utilizaba. Lo sostuvo entre sus dedos y lo examinó: la tapa estaba intacta, la tinta aún fluía con suavidad. Con delicadeza, lo colocó al lado del cuaderno, dejando un espacio equidistante entre ambos objetos. Cada movimiento era meticulosamente calculado; cualquier desliz podría desencadenar una tormenta en su alma.
Luego, se dirigió hacia la pequeña caja que contenía sus lápices de colores. Los retiró uno a uno, sintiendo el roce de la madera contra su piel, y empezó a organizarlos. El rojo a la izquierda, el azul a la derecha, y en el centro, el negro, el color que más le gustaba pero que también le daba más miedo, pues simbolizaba la oscuridad que acechaba en sus recuerdos. Cada vez que colocaba un lápiz, un susurro se colaba en su cabeza: "¿Qué pasaría si uno de ellos estuviera fuera de lugar? ¿Qué pasaría si el rojo se cruzara con el negro?"
Este pensamiento hizo que su corazón latiera con fuerza. Un escalofrío recorrió su espalda al imaginar una escena aterradora: si los lápices no estaban en orden, una sombra oscura podría arrastrarlo hacia un abismo del que jamás regresaría. La angustia se apoderó de él, llevándolo a apretar los lápices con tanta fuerza que sus dedos se blanquearon. La idea de no saber qué podría salir mal si no seguía el ritual se convirtió en un latido ensordecedor en su cabeza.
De pronto, una risa etérea resonó en la habitación, un sonido a la vez delicado y perturbador. Era la niña pequeña que lo atormentaba en las noches.
La mente de Samuel se inundó de recuerdos. Cada destello de risa que resonaba en la habitación parecía invocar las imágenes de aquella fatídica tarde. "Debí haber sido más cuidadoso," se repetía a sí mismo, una y otra vez como un mantra obsesivo. "Si solo hubiera prestado atención..."
Sintió la calidez de una pequeña mano tomando la suya. Samuel contuvo la respiración. Un sudor frío le recorría la frente. Las imágenes, las horribles imágenes, comenzaban a asomarse.
Un rostro distorsionado, con ojos hundidos y una sonrisa grotesca, se asomaba entre las páginas de un libro. Un grito desgarrador, un crujido de huesos, una mancha roja en la pared.Una vez que los lápices estaban alineados, Samuel se dirigió a su cama. El cobertor azul celeste debía ser perfectamente plano. Se arrodilló en el lado, utilizando ambas manos para presionar y alisar cada pliegue. "Todo debe estar en orden", murmuraba para sí mismo. Si no lo estaba, el monstruo que albergaba en su mente podría liberarse, un torrente de pensamientos oscuros dispuestos a devorarlo. Mientras ajustaba el edredón, imágenes de cada error que había cometido emergieron de las profundidades de su memoria, cada uno más aterrador que el anterior.
Hasta que, de repente, sintió cómo la lapicera se deslizaba suavemente, arrastrada por un soplo invisible, y caía al suelo con un suave golpe. Samuel se quedó paralizado, atrapado en la inercia de su propia desdicha. En ese instante, la verdad lo asaltó con una claridad desgarradora: se había equivocado. Había cometido un error. Entonces las imágenes se hicieron realidad y lo vió claramente.
Ella tenía solo cinco años. El sol brillaba en lo alto de un cielo despejado; él, con sus once años, se había ofrecido a llevarla a un parque cercano. Era una promesa sencilla de cumplir, un regalo para ambos. Sin embargo, el camino se convirtió en una pesadilla. El se detuvo a observar una vidriera y le soltó la mano a la niña. Un conductor ebrio había cruzado la calle sin mirar, y el instante fatídico quedó grabado en la memoria de Samuel. Recordaba el sonido del impacto, el crujido de los huesos que se rompían, el grito ahogado de la niña y cómo su pequeño cuerpo había quedado inerte en el asfalto. Desde aquel día, la culpa lo había devorado.
Samuel se levantó de un salto, un grito ahogado escapó de sus labios. No podía soportar los recuerdos. Comenzó a destrozar todo lo que tenía al alcance, como una danza frenética, llena de furia y dolor. La habitación se convirtió en un escenario de destrucción. Los objetos volaban por los aires, chocando contra las paredes, rompiéndose en mil pedazos. La silla, convertida en un arma, se estrelló contra la pared, dejando un agujero en el yeso. El edredón, la sábana, las almohadas, todo salió volando de la cama, como si una fuerza invisible los impulsara hacia el vacío. La ropa, sacada del armario con un rugido, se esparció por la habitación, una lluvia de tela que se mezclaba con el polvo y los fragmentos de vidrio. Cada golpe, cada rugido, cada objeto que se rompía, era un grito de angustia, un intento desesperado por liberar el dolor que lo consumía.
Samuel se movía con una furia descontrolada, su cuerpo se contorsionaba, se golpeaba, se lastimaba. Cada golpe era una forma de autocastigo, una forma de expiar la culpa que lo carcomía. Se golpeaba el pecho, se arañaba la cara, se tiraba del cabello, como si quisiera arrancarse la piel, deshacerse de su propia existencia. El dolor físico era una forma de aliviar el dolor emocional, una forma de sentir algo más que odio y remordimiento.
Pero él era el culpable. Siempre lo había sido. Y se odiaba por ello.
Sus gritos comenzaron a salir como gemidos bestiales. Sabía que nadie vendría a ayudarlo. Todos se habían rendido con él. Y eso lo lastimaba aún más. El desastre continuó. Tenía que expulsar todos los demonios de su interior. Tenía que callar la risa de la niña mientras caminaba con confianza a su lado. Él le había fallado. La había conducido a su muerte y la había dejado morir. El crujido de sus huesos se hacía latente en sus oídos una y otra vez. Gritó más fuerte hasta que su garganta le dolió. Hasta que cayó de rodillas al suelo tirando el cabello con sus manos. Si pudiera borrar la sonrisa de la niña. Lloró con la cabeza entre las piernas hasta que pudo calmar su respiración. Observó el desastre que había provocado y una fuerza en su interior lo levantó del suelo. Se secó las lágrimas. Debía ordenarlo todo antes del amanecer. Poner cada cosa en su lugar. Cada prenda sin arrugas. Cada elemento derecho y en completo orden. No podría ir a la reunión. Debía terminar antes del amanecer. Antes de que las luces volvieran a encenderse. Nadie podría saberlo. Él no soportaría las miradas. Se acercó a la pequeña mesa de noche y comenzó por el cuaderno. Se prometió no volver a equivocarse. Se prometió que nunca nadie sabría de la niña que él había matado una vez.
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Recuerdos Perturbados
RomanceMaya es una joven atrapada en un laberinto de su propia mente, donde intenta reconstruir los fragmentos de un pasado que la ha marcado profundamente. Encerrada en un siniestro centro psiquiátrico, lucha por distinguir la realidad de las pesadillas...