Capítulo 20: ¿Quién rescató a quien?

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HARA

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HARA

Dejé a Ran en la arena para tratar de encontrar comida. Sabía que el sol iba a ponerse pronto y me preocupaba lo pálido que estaba.

Necesitaba darle algún tipo de sustento. Y si pudiera encontrar algún material para coser mi pierna, también
estaría genial.

Sabía que mis opciones para la comida eran el bosque o el océano. Lo que pudiera haber en el avión antes de que se estrellara era ahora ceniza, al igual que la mayor parte del propio avión. Aparte de la estructura desnuda del vehículo, no quedaba nada.

Así que miré a mi alrededor, analizando mis opciones.
En el bosque seguramente podía encontrar varios tipos de animales diferentes, pero sabía que con mi pierna no podría correr o ni luchar si no les parecía bien la idea de ser devorados. Nada más y nada menos que por dos intrusos humanos.

Así que me dirigí al mar. Estaba casi en el agua cuando me giré para asegurarme de que Ran estaba bien y lo vi en la misma posición, con el brazo izquierdo protegiéndose la cara del sol. Nunca lo había visto tan indefenso, y una parte de mí se alegró de ver su lado humano.

Con el dolor, con las heridas, era como el resto de nosotros.

Me metí en el agua y me gustó la forma en que aquel líquido frío me salpicó las pantorrillas. Toda la arena que se me había pegado a los tobillos se desprendió en cuanto entré en las olas, y me sentí limpia al instante.

Me di cuenta que si quería pescar algo, iba a tener que adentrarme más. Y que iba a necesitar una especie de arma.

Así que volví a la orilla y me acerqué al árbol más cercano. Cogí una pequeña rama que estaba bastante cerca de mi cabeza y raspé su extremo contra el árbol hasta que quedó medianamente afilada.

Luego me desabroché los vaqueros y me los quite, para no empaparlos. Si hacía frío por la noche, me alegraría tener un par de pantalones secos para ponerme.

Armada con mi lanza improvisada, me dirigí de nuevo al agua. La sal del agua me escoció en la herida al principio. Me dolió tanto que grité al cielo, mientras mis lágrimas caían libremente.

Pero era un tipo de dolor diferente. Un tipo de dolor que me hacía sentir libre, como si no tuviera que ocultar lo que estaba pasando.

Tal vez fuera la situación o el entorno en el que me encontraba, pero sentía que merecía llorar y gritar aquí tanto como quisiera. Cuando el dolor disminuyó y mis ojos se secaron un poco, sumergí toda la cara bajo el agua.

Luego volví a la superficie, me froté los ojos y empecé a nadar hacia el mar.

En cuanto llegué a una zona más profunda, decidi sumergirme y ver con que estaba trabajando. Mantuve los ojos abiertos y, al cabo de unos instantes, se adaptaron al ardor de la sal.

Una propuesta - Ran Haitani Donde viven las historias. Descúbrelo ahora