DIECINUEVE

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Pude sentir los pasos de Augusto acercarse a la puerta y con cada uno de ellos mi cuerpo se sobresaltaba. La puerta se abrió y tras ella apareció un cuerpo semidesnudo que yo ya conocía bastante bien.

Quedé pasmada frente a la puerta, sin ser capaz de reaccionar, era evidente para mí que habría sexo, pero no esperaba encontrarlo desnudo de esta forma tan repentina. Mis ojos recorrieron su cuerpo y se detuvieron en la única parte de su cuerpo que estaba cubierta.

—Hola Zoe, pasa —dijo Augusto esbozando una pequeña sonrisa— por fin llegaste.

—¿Por qué no llevas ropa? —reclamé mientras entraba.

—No es necesario, ¿Para qué vamos a perder el tiempo quitando ropa innecesaria? —se justificó y cerró la puerta tras de mí.

—Eres tan...

Antes de terminar mi frase los labios de Augusto se aprisionaron contra los míos, en un sorpresivo y ardiente beso. Sentía mi cuerpo derretirse bajo el calor de sus manos que rodearon de inmediato mi cintura. Pero reaccioné y me separé de él.

—Espera, no va a ser tan sencillo— lo detuve.

—¿Qué pasa mi amor? ¿Acaso no estás contenta de verme? —dijo extrañado.

—Me mantuviste con una angustia del demonio ¿Por qué no me avisaste que vendrías tan pronto? ¿Qué querías, volverme loca? —reclamé.

—No Zoe, solo quería darte una sorpresa.

—Pensé que te habías olvidado de mí.

—Eso jamás podría pasar, te he deseado desde que te conocí y cuando al fin pude tenerte entre mis brazos juré que jamás nadie podría separarme de ti, ni siquiera el tonto de mi tío. No es mala persona, pero no es más que un viejo aburrido, que no sabe complacerte.

—No quiero hablar de él. Tú eres el único que me interesa, pero ¡Cómo me has tenido angustiada! Augusto, por favor no vuelvas a hacerme esto.

—No lo haré —comenzó a acercarse de forma provocativa— desde ahora estaré siempre contigo.

La distancia entre él y yo se estaba esfumando. Tenerlo así, casi desnudo, frente a mí, desnudando mi cuerpo con su mirada, hacía que todo en mí se desarmara y quisiera pertenecerle de inmediato. En vez de eso, me aparté. Dejé mi cartera sobre el sofá y comencé a desnudarme, ante la mirada atenta de Augusto.

—Creo que deberíamos estar en igualdad de condiciones —dime mientras me quitaba la ropa.

—Podría haberlo hecho yo —cuestionó Augusto.

—Yo también podría haber quitado la tuya, pero no me dejaste, así que para ti será lo mismo —expliqué decidida.

Augusto sonrió y se sentó a ver cómo me quitaba la ropa. Me tomé el tiempo necesario para que él disfrutara el momento, quería provocarlo, que me deseara tanto como yo a él.

Cuando ya no había ninguna prenda sobre mi cuerpo, me acerqué a él y tomé su mano para que se pusiera de pie.

—Me encantaría conocer tu habitación.

—Tus deseos son órdenes para mí, Zoe.

Se levantó del sofá y nos dirigimos a su habitación. No me preocupé de mirar a ningún lado, lo único que quería era concretar de una vez por toda, mis deseos, aquello que tanto anhelaba desde el día que Augusto había partido. Ahora estaba justo donde quería: frente a mí, desnudo y dispuesto a hacer lo que yo quisiera.

Tomé fuerte su mano y lo atraje a mí. Su otra mano se posó en mi trasero desnudo. Nuestras bocas se encontraron en un beso intenso, cargado del más profundo deseo, aquellos reprimidos por el tiempo. Solté su mano y lo abracé, acaricié su espalda. Nuestras lenguas se envolvían en un juego interminable.

Nuestros labios se separaron. Se volteó y se puso detrás de mí, haciéndome sentir su erección en mis glúteos. Sus manos acariciaron mis senos, deteniéndose en mis pezones. El solo contacto de sus manos hacía que la piel se me erizara. Comenzó a besar mi cuello, mientras su mano bajaba lento buscando mi sexo.

Sentirlo así, me hacía hervir la sangre, mi cuerpo estaba preparado para recibirlo, la humedad de mi vagina así lo confirmaba. Me di vuelta y le quité la única prenda que llevaba puesta cuando llegué: bóxer negro. Me agaché lentamente para poder apreciar su erección en toda su magnitud. Era tan imponente, tal cual la recordaba. Quería saborearla, sentirla entre mis labios.

Pasé mi lengua por el glande, sintiendo el delicioso sabor del sexo de Augusto. Un pequeño gemido escapó de sus labios. Introduje su erección en mi boca, una y otra vez. Sus manos se posaron en mi cabeza, acompañando mi movimiento. Estaba extasiada con este hombre, era mío, más mío que nunca.

De pronto me detuvo. Me tomó de los brazos y me lanzó con fuerza sobre la cama. Lejos de molestarme, me excitaba esa faceta más ruda de él. Abrió un cajón del velador y tomó un preservativo. Pero en vez de colocárselo, lo dejó encima de la cama, esperando para el momento en que me haría suya.

Se acercó a mí, a mis labios y me dio un beso. Sus labios se deslizaron por mi cuello, luego por mis pezones. Pasó su lengua por ellos y los mordió. Mientras sus dedos se entretenían acariciando mi clítoris. Su lengua se escurrió por mi abdomen y llegó al monte de venus. Se detuvo un instante, sus ojos buscaron los míos, quería ver el placer que estaba causando en mí.

Podía percibir el calor de su aliento embargando mi vagina. Su lengua no tardó en recorrer cada parte de ella. Su boca se apoderó de mi clítoris y sus dedos entraban y salían de mi sexo. Quería gritar de placer, pero en vez de ello, los gemidos eran cada vez más intensos.

—Augusto...

Pronuncié su nombre entre sollozos, dejándome ir con la vehemencia del placer de sus labios en mi sexo. Sin embargo, eso no era todo. Su juego continuaba, no me daba tregua. Ahora tomó el preservativo, rompió el envase y se lo puso. Mi cuerpo aún estaba agitado por el orgasmo reciente, aún humedecido por el placer que me provocó hace algunos instantes.

Me besó en los labios una vez más, dejándome sentir el olor y el sabor de mi propio placer. Pasó su pene por toda la extensión de mi sexo, llenándose de mi humedad. Sentía como una pequeña electricidad recorría mi cuerpo, anhelante de tener aquel hombre dentro de mí.

—¿Qué quieres que haga Zoe? —preguntó.

—Que me penetres... con fuerza —respondí.

—Tus deseos son órdenes, ven.

Me ayudó a levantarme. Me puse de pie junto a la cama, recliné mi cuerpo y puse mis brazos sobre ella.

—Eres preciosa Zoe, tienes un cuerpo maravilloso.

Mi mente y mi cuerpo gritaban en mi interior por sentirlo pronto dentro de mí. Sin previo aviso y con un golpe certero, pude sentir su erección entrando en mi cuerpo, no pude controlar mis gemidos. Sus embestidas eran cada vez más intensas, más fuertes, más profundas. Mi cuerpo se abría y amoldaba para recibirlo. Comencé a sentir que mis músculos se contraían con el placer del momento. Nuestros cuerpos eran llamas ardientes de lujuria descontrolada. Sus manos apretaban mis caderas, acercando y alejándome de él con fuerza. No podía resistir por más tiempo y me dejé llevar por el éxtasis que solo Augusto era capaz de provocar en mí. Luego fue su turno, entre gemidos y respiración agitada, no pudo ni quiso resistir más y se entregó al deleite del orgasmo.

La tarde transcurrió así, escondidos entre las cuatro paredes de la habitación, haciendo el amor hasta que nuestros cuerpos ya no quisieran más. No importaba la hora, no importaba Alberto, éramos nosotros, dejando que nuestros cuerpos se fundieran con aquel ímpetu de los amores prohibidos.

Arriésgate por míDonde viven las historias. Descúbrelo ahora