I: Lluvia de sangre

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La noche pasó, lenta, oscura, e irremediablemente muerta. Estaba sentado viendo a través de una ventana del avión, mi cuerpo estaba inmóvil, mi cabeza en el respaldar del asiento y mis ojos mirando hacia la vacía oscuridad. Toda la noche. Mirando hacia el vacío. Sin una gota de cansancio. Sin una gota de humanidad.

Ya en la mañana, como a las 7 am, noté que gotas de agua empezaban a resbalar por las ventanas, causando que estas se empañaran e hicieran de mi reflejo, algo borroso.

Me levanté de la silla, y me dirigí hacia la puerta del avión con cansancio.

Tengo hambre.

Sin darme cuenta, me tropecé con la caja que contenía los vinilos. Gruñí y la pateé, me levanté y salí del avión. La lluvia empapó mi piel, mi cabello ahora mojado estaba pegado a mi frente.

Lo peor de todo, es que juraría no sentir el tacto de las gotas de agua en mi piel. Solo podía comprobarlo con mis ojos. Mis inútiles ojos. Jamás verían una maldita luz.

Mis pies me condujeron hacia una máquina dispensadora, localizada en el lado este del aeropuerto. Cuando miré las frituras adentro de esta, suspiré, no me apetecían en lo absoluto.

—Mmm.— escuché a alguien detrás de mí. Me quedé viendo hacia el reflejo creado por la máquina dispensadora, viendo el reflejo de un chico rubio, ojos azules y desorbitados, una sonrisa cansada trazaba por su pálido rostro.

—¿Qué?— Mi cuerpo se dirigió hacia él. De vez en cuando mi boca logra decir una que otra palabra, pero a veces puede llegar a ser muy improbable.

El chico enfrente mío, ya lo había visto antes, un cadáver más del montón. Tenía una chaqueta anaranjada algo densa rodeando sus caderas y una playera blanca y ligeramente suelta, manchada de sangre seca.

—¿Hambre?— Dijo, lentamente, en un tono de pregunta, sus ojos desorbitados miraban hacia mi dirección, supongo que este marica me está invitando a comer, ¿no?

—Marica.— Respondí cortante, de forma tajante. Ese cadáver, por muy muerto que esté, debe entender que yo no soy gay, carajo.

Ese marica se dio la vuelta y me dejó con las palabras en la boca, lo miré desconcertado y sentí una punzada en mi pecho. Necesitaba buscar comida, rápido. Así que lo seguí.

Aunque nosotros, los muertos, no nos podamos comunicar con tanta facilidad compartimos el mismo gusto por la comida.

Íbamos todos en grupo. Cuando empecé a seguir al chico de cabellos dorados, este se dirigió hacia un grupo de idiotas que parecían querer cerebros también, ¿quién podría resistirse a devorar tal delicia? Oh ya sé, los humanos, ¡Que me chupen las bolas! Pero bueno, más para mí.

No voy a negarlo, siento una sensación extraña en mi pecho cuando veo a otros muertos comiendo cerebros. Quisiera poder despedazarlos. Meterlos en un búnker y desintegrar cada célula muerta de sus inservibles y podridos cuerpos.

No me molesta que erradiquen humanos, eso me tiene sin cuidado, pero me rompe las bolas que se coman mi comida. Es mi comida y esos idiotas deben respetar mi autoridad.

La lluvia aún estaba presente, pero no me es completamente molesta, ya que no parecía ser muy severa. Sin embargo, no es como que nos importe mucho estar bajo la lluvia. Es irrelevante, pues no nos enfermamos.

Ver que empezaron a dirigirse a un lugar, me sacó de mis pensamientos. Caminábamos lento, a un paso muerto. Creo que tomaremos un siglo para siquiera caminar un metro. Íbamos por un camino desierto, no había ni un rastro de vida, ni siquiera la de los cuervos. Luego de un rato, ya estábamos en una zona algo urbana, en una calle algo estrecha y silenciosa a ser por nuestros gruñidos leves o pisadas. Está era una de las zonas urbanas que han sido deshabitadas por los humanos, ya que ellos ahora viven adentro de unas paredes que prohiben la entrada de los zombis, como usualmente nos llaman.

El intangible corazón del chico come cerebros [Cartyle]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora