2. Voznikov, el Dictador

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06 de agosto de 1930, Nueva Alberta, Mifdak

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06 de agosto de 1930, Nueva Alberta, Mifdak.

La lluvia caía sin piedad sobre las calles de la ciudad, convirtiendo el pavimento en ríos tumultuosos y empañando los ánimos de quienes se atrevían a enfrentar la tormenta. Los truenos retumbaban en el cielo, añadiendo un tono de melancolía a la escena. Era un día gris, un día marcado por la presencia omnipresente de la muerte.

En la gran plaza Rivalov, más de 30.000 personas se congregaban para rendir homenaje a los héroes caídos en la batalla. La multitud se agolpaba bajo los tejadillos de las edificaciones, buscando refugio de la furia del clima. Entre los murmullos y los sollozos, la tensión y la tristeza se palpaban en el aire.

Entonces, en medio del lamento colectivo, se alzó la voz de Voznikov, resonando sobre el rugido de la tormenta.

- ¡Súbditos de Mifdak, escuchen mis palabras con atención!

Su voz, cargada de autoridad y determinación, cortó a través del ruido de la lluvia y captó la atención de todos los presentes.

- Durante tres décadas hemos sido testigos de la crueldad del conflicto, una guerra que ha arrancado las vidas de nuestros seres queridos, una guerra impuesta por aquellos que buscan someternos a su voluntad. Pero yo me pregunto: ¿Debemos inclinar la cabeza ante nuestros opresores? ¿Debemos permitir que nuestra tierra sea profanada por el calzado del imperio?

Un murmullo de indignación recorrió la multitud, alimentado por las palabras inflamadas del líder.

- ¡No! Les digo que no. No podemos permitir que el miedo y la debilidad nos devoren. Es hora de alzar la voz y enfrentar la tormenta con coraje y determinación.

El discurso de Voznikov resonaba con fuerza en el corazón de cada uno de los presentes, infundiendo un sentido de propósito y valentía en medio de la desesperación.

- Hoy, en este día de decisión, les convoco a unirse a mí en una cruzada por nuestra supervivencia, por nuestra libertad. Los sacrificios de nuestros caídos no deben ser en vano, deben ser la chispa que encienda la llama de nuestra venganza.

Los ojos de los soldados brillaban con determinación mientras escuchaban las palabras de su líder, sintiendo cómo el fuego de la pasión y el deseo de justicia ardía en sus corazones.

- Levántense, preparados para la batalla que se avecina. Nuestro enemigo no conoce la piedad, así que tampoco la conoceremos nosotros. Nos enfrentaremos al imperio con una ferocidad que hará temblar los cimientos de su tiranía.

El aire se cargaba con la electricidad de la emoción, cada palabra de Voznikov resonaba con la promesa de un futuro mejor, de una victoria merecida.

- Hoy, anuncio el inicio de la Operación Ciclón Rojo. Recuperaremos lo que nos pertenece, cobraremos venganza por los caídos y aplastaremos a nuestros enemigos bajo el peso de nuestra ira.

La multitud estalló en vítores y aplausos, el rugido de la tormenta se mezclaba con el clamor de la gente, creando una sinfonía de emoción y esperanza.

- ¡Soldados de Mifdak, que el mundo tiemble ante nuestra determinación! ¡Por la grandeza de nuestra nación, por la muerte del imperio, por mi voluntad indiscutible, lucharemos hasta la última gota de sangre!

Las palabras de Voznikov resonaron en el corazón de cada soldado, fortaleciendo su resolución y alimentando su deseo de victoria.

- ¡Que así sea escrito, y que así sea hecho! ¡Que la victoria sea nuestra!

La ceremonia culminó con la cremación de los cuerpos caídos, mientras los altos mandos observaban desde los palcos con rostros sombríos. El sonido de la madera crepitando en las llamas resonaba en el aire, recordando a todos los presentes el precio de la guerra y la promesa de venganza.

- ¡Así es la guerra, mis queridos compatriotas! - exclamó el coronel Lung, con un tono de voz cargado de pesar y resignación, mientras su mirada se perdía en el horizonte, como buscando respuestas en el vacío.

Hawkings, con la rabia burbujeando en su interior, rechazó el gesto de consuelo de su abuelo y apartó bruscamente su mano.

- Tus palabras vacías no cambiarán nada, viejo insensible - espetó con amargura.

El crepúsculo envolvía la escena con su manto de melancolía, mientras las llamas consumían los restos de los caídos y el eco de los juramentos de lealtad se desvanecía en la oscuridad. En ese momento, el silencio sepulcral parecía cargar el aire con el peso de la tragedia. Era el preludio de una noche larga y oscura, donde los corazones se aferraban a la esperanza y los sueños de libertad brillaban como estrellas en el firmamento incierto del futuro

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