18. Complices

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Los servidores de Beaumont los escoltaron a sus habitaciones, donde los esperaban camas adornadas con elegantes y confortables pijamas. Dos duchas privadas y un balcón con vistas impresionantes de la ciudad completaban el escenario, ofreciendo un refugio de paz en esa noche que prometía ser la más tranquila en meses.

Hawkins, sosteniendo su copa con mano temblorosa por la embriaguez, comentó su descontento hacia Voznikov.

— Si estuviera frente a mí, ¡le partiría la cabeza sin pensarlo! — exclamó con sarcasmo, mientras la risa se apoderaba de la habitación.

Margot, entre risas, respondió con complicidad:

— Pero ¿por qué te dejaste golpear entonces?

— ¡Porque en ese momento no había otra opción! — replicó Hawkins con un gesto de resignación.

Mientras los capitanes se sumían en un sueño profundo, la oscuridad de la madrugada envolvía a Hans. El reciente fallecimiento de Sammuelle pesaba sobre él, su corazón herido parecía no encontrar consuelo. La culpa y el temor por la reacción de Sarah, la hermana de Sammuelle, lo atormentaban, y la incertidumbre sobre su paradero lo consumía sin piedad.

En un intento de encontrar algo de paz, Hans se dirigió al balcón, pero fue interrumpido por un susurro a sus espaldas. Era Margot, tambaleándose por el alcohol y con la mirada perdida en la embriaguez. A pesar de su propia aflicción, Hans trató de mantener la compostura, pero la actitud de Margot lo irritó profundamente.

— ¿Estás bien, capitán Meyer? — preguntó Margot, con una sonrisa insinuante.

La pregunta resonó en los oídos de Hans como una burla disfrazada. Tratando de contener su frustración, respondió con voz firme:

— Sí, todo está bien. Deberías ir a descansar, has bebido lo suficiente como para perder el equilibrio.

Las lágrimas empezaron a brotar en los ojos de Margot mientras cuestionaba su trato.

— ¿Por qué me tratas así? — sollozó, su voz quebrada por la emoción. — ¿Acaso soy un estorbo para ti? ¿No valoras lo que hago por ti? Soy la única que realmente te comprende, pero parece que eso no importa para ti.

Hans se sintió abrumado por tales palabras, el peso de su propia tristeza y culpa amenazaba con aplastarlo. Sabía que debía consolar a Margot, pero su propio dolor lo impedía.

Se acercó a ella y la abrazó con fuerza, dejando que su pecho absorbiera las lágrimas de Margot.

— Lo siento, no era mi intención hacerte sentir así... — susurró, con voz entrecortada por la emoción. — Solo desearía que entendieras lo que estoy pasando.

— Hans, eres mi apoyo, mi única ancla en este mar de incertidumbre — respondió Margot, buscando consuelo en sus brazos. — No me apartes de tu lado, por favor. Necesito pelear a tu lado, no quiero que intentes protegerme. Solo necesito estar contigo.

El rostro suave de Margot se alzó hacia el suyo, buscando sus ojos, y entonces lo besó, un gesto de consuelo en medio de la tormenta emocional que los envolvía.

Al despertar al día siguiente, los capitanes se encontraron con una atmósfera cargada de incertidumbre mientras se preparaban para la reunión programada con Beaumont. De repente, un uniformado irrumpió en la habitación sin previo aviso, trayendo consigo una orden imperiosa.

— ¡Buenos días! El Dictador los aguarda. Deben dirigirse de inmediato al cuartel general.

Sin titubear, los capitanes siguieron al soldado, sintiendo un nudo en el estómago al acercarse al imponente edificio custodiado por más de quinientos hombres. Las paredes del cuartel, altas y robustas parecían emanar un aura de poder y autoridad que imponía respeto. Los jardines a su alrededor ofrecían un espectáculo visual deslumbrante, con estatuas majestuosas de antiguos líderes y fuentes que parecían sacadas de un cuento de hadas, cuyas aguas danzaban bajo la luz del sol de la mañana.

Mientras los capitanes avanzaban por el camino de piedra que atravesaba los exuberantes jardines, pudieron apreciar la tecnología avanzada que adornaba el lugar. Torres de luz incandescente iluminaban el camino, proyectando sombras alargadas que se retorcían sobre las paredes de piedra. Los uniformes y armas relucientes de los soldados de Boscovania añadían un toque de solemnidad al ambiente, mientras marchaban en formación, demostrando su disciplina y lealtad al régimen.

Antes de alcanzar siquiera las amplias puertas del edificio, el Dictador Beaumont se adelantó para recibirlos frente a una multitud expectante, que se había congregado para presenciar la llegada de los distinguidos visitantes.

— ¡Demos la bienvenida al General Meyer! — proclamó Beaumont con voz resonante, haciendo eco en el vasto patio del cuartel. — Héroe de Boscovania, quien tras derrotar a los insurgentes se unió a nosotros en la fundación de la nueva Boscovania, lejos de las decisiones genocidas y egoístas de la CSG.

Los soldados vitorearon con fervor mientras Margot, Hawkins y Velázquez observaban con asombro lo que se desarrollaba. La magnificencia del lugar, combinada con la pompa y ceremonia del recibimiento, creaba una sensación de solemnidad y expectación entre los presentes.

— Sabemos que Hans Meyer es bienvenido en nuestro país. Aunque haya servido a la CSG, nunca dudé de su lealtad... — continuó Beaumont, su voz resonando con autoridad. — Pero ha llegado acompañado de tres altos mandos del ejército de Mifdak, y no puedo pasar por alto la opinión de mi gente. Por eso quiero escuchar sus opiniones, leales soldados... ¿Deberíamos acogerlos en nuestras filas? ¿O deberíamos ejecutarlos?

Los soldados no vacilaron en pedir la ejecución de los extranjeros, mientras que Hans y los demás quedaron petrificados ante la situación. La desesperación se reflejaba en los ojos de los capitanes. Afortunadamente, Hans tomó la palabra.

— Es cierto que son mifdakianos — comenzó Hans, su voz resonando en el patio del cuartel. — Y que en su país enfrentan la pena de muerte, al igual que yo. Pero es crucial destacar que sus familias también enfrentan un destino sombrío. Yo los conozco, son mis compañeros más leales. Si representaran una amenaza para Boscovania, jamás habría cometido el error de traerlos conmigo. Condenarlos sería también condenarme a mí mismo.

Las palabras de Hans provocaron una división en las opiniones de los presentes. Murmullos surcaban el aire, unos a favor de darles una oportunidad, otros insistían en la ejecución de los extranjeros. Muchos, inspirados por la admiración hacia Hans y su trayectoria, optaron por confiar en sus palabras, mientras que otros, alimentados por un profundo resentimiento hacia la CSG, permanecían firmes en su decisión de aniquilar a los extranjeros

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