Visiones

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Condujeron hasta los límites de la ciudad. La carretera se extendía como una recta alfombra de concreto  con sus líneas blancas interminables e hipnotizantes mientras el sol se ponía. Los párpados le pesaban pero Arno procuraba no rendirse al sueño convencido de que podía soportar un viaje casi tan largo como el que había hecho la noche anterior para entrevistarse con María. Mantuvo el enfoque en dar su mejor esfuerzo para llevarla a salvo hasta su hogar.
Siguiendo la última indicación recorrió  la carretera virando en la primera desviación, continuó recto por el camino de tierra (esos cinco minutos fueron una tortura casi eterna para la delicada suspencion del auto). Justo cuando estaba por pisar el pedal de freno, el terreno irregular se fusionó con un suave camino de asfalto que dió paso a una gigantesca mansión -  atentando contra todas las leyes de la física - coronada en un risco. Kilómetros hacia abajo, las olas rompían contra la piedra. 

A cada metro del trayecto que reducía la distancia un vago sentimiento de familiaridad iba en aumento (el mismo que sintió al entrar en industrias Stark). Creía que la casa era mucho más genial de lo que podía «recordar».
¿Recordar? ¿Cómo se suponía que podría «recordar» algo que jamás había visto? Pero entonces se dio cuenta de su pensamiento en concreto; por supuesto que la podía recordar ¡La había visto en todos los medios de TV! Y en otros medios cómo las redes sociales y las revistas. Esta era la antigua casa de Anthony Edward Stark, quién había fallecido en cumplimento de su deber. La noticia de que su esposo y su hijo se habían mudado desde su deceso sonaba aún en las poblaciones más reducidas. 

Cuando se detuvo delante de una gran roca, giró el rostro en busca de María que ya estaba despierta.

— Es hermosa, ¿Cierto?

— Si que lo es.

— Ya la verás por dentro.— le aseguró ella presionando algo en su bastón que activó una compuerta secreta en la roca que formaba la base y que conducía hacia la cochera subterránea. Arno siguió el camino sintiéndose extrañamente mareado al adentrarse en la prolongada curva. Su vista se tornaba borrosa tal vez por las constantes franjas de luz provenientes de las lámparas en el techo y que lo encandilaban, la curva en sí o quizá se debiera a estar bajo tierra por primera vez en su vida. Sacudió la cabeza para refrescarse pero el recorrido bajo las luces fue demasiado. El agotamiento visual fue tan aplastante que inevitablemente sus párpados pesaron toneladas y cayeron durante unos segundos. En ese lapso, Arno escuchó un conversación; Alguien le exigía irse a la cama temprano. Era una voz masculina con un dejo paternal. Arno se escuchó a si mismo responder con una voz que no reconoció cómo propia; era más madura, más coqueta, más... «cool». Tenía la sensación de que viajaba a una velocidad que no podía tratarse de un automóvil y tampoco de una motocicleta. ¿Qué era entonces? ¿Una suerte de cápsula? ¿Un jet? no, no, no. Era más compacto y sabía perfectamente que no tenía ruedas. Era cómo... cómo volar.

¡Si! ¡Eso era! 

Volaba en este artefacto que le envolvía de pies a cabeza. Delante suyo (aunque no tuvo mucho sentido en un principio), en una especie de pantalla,  titilaban números y gráficas en luz fría. ¡Ah! ¡Claro! Era un panel de control holográfico.

¿Un panel de control holográfico?

Pero ¿No estaba, hace cinco segundos, tras el volante?

 Abrió los ojos de golpe. El corazón en los oídos y tan asustado que se aferró al cuero del volante con mayor fuerza de la necesaria. Verificó a izquierda, derecha, echo un vistazo a María, siempre volviendo la vista al camino. Para su consuelo estaban a salvo (Se dijo que dormiría en cuanto la cena terminara) y ya entraban en la cochera más genial que hubiera visto nunca; había al menos tres mesas llenas de artilugios modernos, circuitos, mecanismos, herramientas, dispositivos, pantallas, tuercas y los autos clásicos más excepcionales que jamás tendría la fortuna de costear apostados cómo custodios al margen de la pared ya fuere a su izquierda o derecha. Su carrocería pulida resplandecía cómo superficie de cristal. Todas estas cosas estaban dispuestas como si alguien las hubiera dejado ahí por un instante y planeara regresar.
Más allá de las mesas reconoció unos enormes robots dentro de sus urnas. Le pareció seductor el brillo de su pintura, sus caras con rendijas y los poderosos reactores en el pecho. 

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