Capítulo 1: A la Sombra del Minimarket

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El sonido del despertador me arrancó de un sueño que ya no recuerdo, pero que debió ser mejor que la realidad. Eran las 6:00 a.m., y la luz apenas se filtraba por las persianas desiguales de mi pequeño apartamento. No hacía frío, pero el aire dentro del cuarto era pesado, como si llevara el peso de mis pensamientos de la noche anterior. Me levanté sin ganas, como si algo invisible me atara al colchón. Pero no había elección: trabajar o dejar que las deudas me ahogaran.

Me moví despacio, con la torpeza de quien está acostumbrado a las mismas rutinas todos los días. La camisa del uniforme colgaba de una silla, arrugada, con manchas que nunca salieron del todo después de tantos lavados. Me la puse y sentí cómo me apretaba el cuello, como si quisiera recordarme que no era más que un cajero atrapado en un ciclo infinito. Los pantalones también estaban gastados, el dobladillo deshilachado, pero no tenía dinero para unos nuevos.

El espejo del baño me devolvió una imagen que me dolió mirar. Los ojos hundidos, rodeados de ojeras que parecían más oscuras con cada día que pasaba, me observaban con una mezcla de pena y reproche. ¿En qué momento me había convertido en esto? Quise apartar la vista, pero algo me obligó a quedarme ahí, frente a mí mismo. Era una batalla silenciosa entre quien era ahora y quien soñé ser.

Salí al amanecer, cruzando calles desiertas con un cielo grisáceo que prometía lluvia, aunque no la cumpliera. El minimarket me esperaba, como siempre. Era un lugar que conocía demasiado bien: estantes apilados hasta el techo, luces fluorescentes que parpadeaban como si estuvieran tan cansadas como yo, y un aire rancio que mezclaba café frío con productos químicos de limpieza.

El señor Rodríguez estaba ahí, como todos los días, detrás del mostrador con su corpulenta figura y su ceño permanente. No hacía falta que dijera nada; su presencia bastaba para recordarme mi posición. Yo era un simple empleado, alguien a quien podía menospreciar a su antojo. Y lo hacía, sin fallar nunca.

"Andy, apúrate. Los clientes no tienen todo el día para esperar tus tonterías", me espetó con esa voz áspera que retumbaba en mi cabeza mucho después de que dejara de hablar. Yo asentí, tragándome el orgullo, como siempre. ¿Qué más podía hacer? Contradecirlo significaría perder mi empleo, y aunque odiaba este lugar, lo necesitaba para sobrevivir.

Las horas pasaban lentas, como si el reloj estuviera en mi contra. Los clientes iban y venían, y cada interacción era una pequeña herida. Algunos no se molestaban ni en mirarme a los ojos. Otros, más crueles, me lanzaban comentarios que quemaban. "¿Es tan difícil contar el cambio bien? Tal vez deberías buscar un trabajo que no implique números", dijo un hombre esa mañana, mientras yo intentaba mantener la compostura.

Los momentos de soledad eran peores. Cuando no había clientes, cuando Rodríguez se encerraba en su oficina, la tienda se volvía un reflejo de mi vida: vacía, llena de luces frías y sin un propósito real. Me movía entre los estantes, reorganizando productos que nadie iba a comprar, solo para mantener mis manos ocupadas y mi mente distraída.

Esa tarde, mientras el sol comenzaba a esconderse, llegó el final del turno. Era el momento que más esperaba y, al mismo tiempo, temía. Contaba el dinero de la caja con precisión, temeroso de cualquier error que pudiera dar a Rodríguez una excusa más para humillarme. Pero mi atención se desvió hacia la ventana.

La ciudad estaba viva. La gente caminaba por las calles, las luces de los autos parpadeaban en la distancia, y el ruido de la vida cotidiana me llegaba como un eco lejano. Observé a una pareja riendo mientras cruzaban la calle, a un niño corriendo con un helado en la mano, y sentí un peso en el pecho que me aplastaba. Todo seguía adelante, menos yo.

Regresé al pequeño cuarto donde vivía, dejando el uniforme tirado sobre la misma silla de siempre. Me senté junto a la ventana, con la mirada perdida en el horizonte. Una parte de mí quería rendirse, aceptar que esto era todo lo que había para mí. Pero otra parte, pequeña y casi apagada, se aferraba a una idea diferente.

No podía quedarme aquí para siempre. No podía seguir dejando que Rodríguez me pisoteara ni que los días se escaparan de mis manos como agua. Había algo más allá de estas cuatro paredes, más allá del minimarket, más allá de esta rutina asfixiante. Lo sabía, aunque no supiera cómo llegar allí.

Me prometí a mí mismo que encontraría una salida, aunque tuviera que romperme en el proceso. Porque incluso en medio de la monotonía y la tristeza, sentía que algo dentro de mí se negaba a morir.

Esa noche, mientras la ciudad se apagaba y yo me acostaba en la cama que parecía tan vacía como mi alma, me aferré a esa pequeña chispa de esperanza. Era débil, sí, pero estaba ahí. Y eso, en este momento, era todo lo que necesitaba.

Continuará...

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