Capítulo 3: Quisiera estar Muerto

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La noche siguiente, salí del minimarket con
el cansancio y la humillación pesando
sobre mis hombros. Rodríguez había
superado su propio récord de crueldad esa
tarde. No solo me humilló frente a los
clientes, sino que anunció sin miramientos
que tendría que quedarme dos horas más
para limpiar el almacén. Su tono no dejaba
lugar a protestas. "Si no te gusta, ya sabes
dónde está la puerta", había dicho con esa
sonrisa torva que tanto detestaba. Tragué
saliva y agaché la cabeza. No podía
permitirme perder ese trabajo; no cuando
mi cuenta bancaria apenas sobrevivía al
mes.

Al salir, el frío me recibió como un viejo
enemigo. El viento se colaba por mi
chaqueta, haciendo que mi piel se erizara.
Las calles estaban igual de vacías que
siempre, las luces de neón parpadeaban
como si también estuvieran cansadas, y el
aire olía a humo y lluvia próxima. Caminaba
con la cabeza gacha, repasando una y otra
vez la miseria de mi vida. Cada paso que
daba parecía una condena más. ¿Cuántas
noches como esa tendría que soportar
antes de romperme por completo?
A dos cuadras de mi apartamento, todo
cambió. Fue tan rápido que apenas tuve
tiempo de procesarlo. Desde la penumbra
emergieron dos figuras. Eran hombres,
altos, con los rostros ocultos bajo gorras y
capuchas. Mi instinto me advirtió que algo
andaba mal. Un escalofrío me recorrió la
espalda, y el corazón empezó a latir con
fuerza.

Intenté apurar el paso, fingiendo no
haberlos visto, pero fue inútil. Uno de ellos
habló, su voz áspera como el filo de un
cuchillo. "Eh, amigo, quédate quieto." Me
detuve en seco, aunque todo en mi interior
gritaba que corriera.

-Solo llevo algo de cambio -dije con una
voz que no parecía la mía, temblorosa y
débil.

El primer golpe me dejó sin aire. Fue
directo al estómago, haciéndome doblar
como si mi cuerpo no tuviera más fuerza
que un papel arrugado. Luego llegaron los
demás. Los golpes caían sin misericordia,
uno tras otro. Intenté cubrirme el rostro,
protegerme, pero no sirvió de nada. Era
como si me estuvieran castigando no solo
por la noche, sino por toda mi existencia.

Sentí el sabor metálico de la sangre en la
boca mientras caía al suelo. El concreto
estaba frío y húmedo bajo mi mejilla, y las
luces de la calle giraban en círculos
borrosos sobre mí. Escuché cómo
rebuscaban en mis bolsillos, llevándose mi
billetera, mi teléfono, todo lo poco que
tenía. Luego, sin decir una palabra más, se
fueron, dejando solo el eco de sus pasos y
mi respiración entrecortada.

Intenté moverme, pero el dolor era
insoportable. Cada músculo de mi cuerpo
protestaba. Mi apartamento estaba tan
cerca, a solo un par de calles, pero en ese
momento me pareció más lejano que
nunca. Cerré los ojos por un instante,
deseando desaparecer, deseando que la
tierra me tragara y terminara con todo.
Cuando finalmente logré ponerme de pie,
cada paso fue una batalla. Cojeaba,
tambaleándome como un borracho,
mientras las lágrimas rodaban por mis
mejillas sin que pudiera detenerlas. La
ciudad, como siempre, seguía indiferente.
Las luces de los edificios parpadeaban, las
farolas zumbaban, y el viento arrastraba
papeles por las aceras. Nadie me vio.
Nadie me ayudó.

Al llegar al edificio, el portero estaba
sentado en su puesto, con un periódico en
las manos y una taza de café humeante
sobre el escritorio. Levantó la mirada por
un momento, me vio y volvió a lo suyo sin
decir una palabra. Ni un "¿Estás bien?", ni
una mueca de preocupación. Simplemente
pasó la página, mojando sus dedos en
saliva antes de seguir leyendo. Me
pregunté cuántas veces había visto a otros
como yo, golpeados, rotos, y simplemente
los dejó pasar como si fueran parte del
paisaje.

Subí las escaleras arrastrando los pies. El
dolor se intensificaba con cada escalón,
pero al menos estaba llegando a casa.
Cuando abrí la puerta, el silencio me
golpeó como un muro. Intenté encender la
luz, pero el bombillo estaba quemado.
"Maldición", murmuré entre dientes. Claro,
los bombillos en rebaja que había
comprado hacía un mes. Sabía que no
durarían, pero no tenía dinero para algo
mejor.

No tenía energía para cambiarlo. Ni
siquiera tenía energía para ir al baño a
limpiarme la sangre del rostro. Solo avancé
a tientas hasta mi cama y me dejé caer
sobre el colchón, sintiendo cómo el dolor
de mi cuerpo competía con la
desesperación en mi pecho.

El techo invisible de mi habitación se
convirtió en mi único confidente mientras
las lágrimas seguían cayendo. No tenía
fuerzas para contenerlas, ni razones para
intentarlo. Esa noche había perdido todo:
mis pocas pertenencias, mi dignidad, y lo
poco que me quedaba de esperanza.
Las palabras salieron de mis labios antes
de que pudiera detenerlas, un susurro
apenas audible en la oscuridad:

-Desearía estar muerto.

Y con ese pensamiento, dejé que el
cansancio me arrastrara a un sueño
pesado y vacío, preguntándome si alguna
vez despertaría para algo mejor.

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