Capítulo 14

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Seguía mareada cuando siguió besándome el hombro, no pude hacer nada más que llorar cuando sus manos bajaron por mis caderas.

Me apartó las lágrimas con una delicadeza que rozaba la locura y mordió mi cuello haciendome daño, hizo que llorara aún más, sin emitir sonido.

Sentía que me quedaba sin aire, que me moría cuando sus manos volvieron a levantarme el vestido, esta vez, dejándolo sobre mi estómago, dejando mi ropa interior a la vista de él.

A este punto veía todo borroso. Su cara, estaba borrosa, su voz la oía distorsionada como si la oyese justo donde estaba, pero a la vez la oía lejana.

La oía a mil kilómetros de distancia, en esa habitación llena de posters de Kim Gloss y Andreas Bourani.

Los gritos fuera de la habitación fueron los que me despertaron sobresaltada. No estaba en mi habitación. No sabía en qué momento había llegado hasta aquí. No sabía dónde estaba y eso hizo que mi pulso saltase como loco. Miré mi cuerpo tapado por una manta, la levanté con temor, estaba en ropa interior. Cerré los ojos con fuerza y me tapé hasta la cabeza, llorando de miedo.

Supongo que los que se encontraban fuera, lo oyeron, porque la puerta se abrió de golpe, se cerró unos segundos después y oí varios pasos acercandose.

El colchón se hundió y unas manos me destaparon la cabeza, abrí los ojos con temor, aquel que se marchó tan rápido en cuanto vi esos ojos marrones.

-He tenido que llamarlo, lo siento -se lamentó en vez baja, su cara reflejaba el miedo y el arrepentimiento-. Lo siento, cuando James me dijo que él te ayudaba pensé que... lo siento, Ámbar.

Me acomodé tapando mi cuerpo con la manta y abracé a Valentina. No sé por cuánto tiempo estuvimos llorando las dos cuando la puerta volvió a abrirse, esta vez aún con más fuerza que la primera vez, la cerraron de un portazo y me sobresalté sobre los brazos de Valentina.

-Fuera. Ahora.

Me separé de mi nueva amiga cuando hizo el ademán de levantarse. Miró al chico y se marchó, no antes sin lamentarse de nuevo y besándome la mejilla con delicadeza.

Apolo siguió con la mirada a mi nueva amiga hasta que cerró la puerta, nos quedamos a solas y el miedo me invadió de nuevo. No dijo nada, no hizo nada.

Unos minutos después, dió varios pasos hacia la cama y se sentó en el borde de esta aún mirándome sin pestañear. Tenía la ceja llena de sangre y un corte en el labio inferior.

Su mirada viajó por el edredón que me cubría el cuerpo y apretó la mandíbula con fuerza.

-Sabía lo que te haría, Ámbar -susurró tan bajo que fui casi imposible oírlo, alzó su mano y la dejó caer sobre mi mejilla con delicadeza, su pulgar trazó círculos sobre mi piel mojada por las lágrimas -. Lo siento... yo...

Llenó sus pulmones de aire con lentitud.

-Tendría que haber venido contigo y haberte ahorrado todo esto. Lo siento, joder, lo siento, cenicienta.

Negué con la cabeza aún con su mano en mi mejilla. No podía hablar, pero quería que entendiera que no fue su culpa. Que nada de lo que hacía ese chico era su culpa. Que nada con lo que luchaba por arreglar meses tras meses era su culpa.

Se inclinó hacia mí y me tensé de inmediato, dejé de hacerlo cuando sus brazos me envolvieron con una delicadeza que rozaba la locura. Tras varios minutos, se separó levantándose de la cama y empezó a buscar algo, a varios pasos de la cama y de en un sillón agarró mi vestido.

Volvió hacia el colchón y me tendió la pequeña prenda roja que sostenía su mano con fuerza. No se marchó para que me cambiase, sino que dió la vuelta sobre sus talones y empezó a mirar al frente, los hombros los tenía tensos sobre la tela de la camiseta.

Cuando terminé de ponerme de nuevo el vestido sentí una mezcla de asco y decepción. Carraspeé con nerviosismo.

-¿Ya estás lista, cenicienta?

Sabía que si asentía no podía verme, así que contesté con un sí que recé porque lo hubiese oído. Y lo hizo.

Se dió la vuelta con lentitud, volvió a buscar con la mirada por el suelo hasta que descubrí que buscaba mis zapatos. Los dejó a un lado de mis pies y sin decir nada, se agachó para ponerlos por mí.

Lo hacía con tanta delicadeza que él corazón se apretujó sobre mi pecho con fuerza. Se veía tan... tierno cuidando de mí. Su forma de rozarme. Su forma de mirarme cuando terminó, su forma de tocarme cuando me ayudó a levantarme aunque sabía que yo podía hacerlo sola. Su forma de ayudarme a salir de aquella casa sin que nadie me mirase, me tocase o hablase.

El aire frío de la noche me dió de lleno en la cara cuando salimos y no pude volver a esconder más las ganas de llorar. De deshacerme de nuevo de este sentimiento. De este malestar que sentía en todo el cuerpo.

Un sollozo salió desde lo más profundo de mi garganta cuando Apolo me sujetó la mano y hacía el ademán de ir hacia el coche de Enzo.

Se dió la vuelta tan rápido que creí que se caería, y lo hizo, pero sobre mis hombros. Me atrajo con fuerza hacia él, su abrazo, poco a poco fue pegando cada pedazo roto de mi corazón, pero para volver a tener un corazón sano, como muchas personas, no bastaría sólo con un abrazo.

No había abrazos o palabras en el mundo para curar mi corazón. Nunca. Pero Apolo parecía querer hacerlo. Con cuidado. Con calma. Con paciencia.

Apolo me ayudó a montarme en el coche junto con Emma y Valeria, yo en medio de ambas, nadie habló cuando Enzo encendió el motor y condujo por las calles vacías de Seattle hasta casa de Emma.

Ambas me sujetaban las manos con fuerza. Valeria no paraba de disculparse por lo bajo, yo seguía sin ganas de hablar con nadie aunque los cuatro intentaban sacarme conversación. Incluso Enzo, que no me conocía lo suficiente sabía que algo iba mal e intentó animarme contando chistes y algunas anécdotas graciosas de Apolo de pequeño. El susodicho, claro, se indignó con su hermano mayor por contar cosas de él, y claro, Apolo en venganza contó alguna que otra anécdota de Enzo.

En cualquier otro momento me hubiese reído hasta llorar cuando Enzo nos contó entre risas que cuando Apolo y él vivían en Londres, una vez en un taxi, este le dijo al señor (pobre hombre) cuando pasaron por un puente que él se tiró de ahí hace varios años y se bajaron sin pagar por la cara de horror del hombre.

Ya habíamos dejado a Emma y Valeria en su casa cuando paramos en una totalmente desconocida. Me bajé cuando los hermanos lo hicieron y me coloqué junto a Apolo. Lo miré desde mi altura con el ceño levemente fruncido y tensa. Él solo sonrió de lado, entrelazó su mano con la mía en un gesto tan íntimo que en cualquier otro momento me hubiese guardado aquel gesto en lo más profundo de mi recuerdo, pero ahora mismo sólo podía pensar en que nos estábamos acercando a una casa de color blanco, las ventanas grandes, de una sola planta.

Antes de entrar, Apolo se acercó hacia mí y susurró a una distancia prudente:

-Es mi casa -lo miré dudativa durante unos largos segundos en los que él me observaba en silencio-. Antes de ir a buscarte, llamé a Amely y le pregunté si podías quedarte aquí esta noche y me dijo que sí, que no había problema.

Hasta que las estrellas se apaguen (próximamente en físico)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora